El entierro transcurría con solemnidad, en un silencio solo roto por los sollozos contenidos y las palabras del sacerdote. En el centro de la capilla, un ataúd cubierto de tela blanca guardaba el cuerpo de un hombre joven, arrebatado por un trágico accidente. A su lado, su esposa, paliducha y con la mirada perdida, sujetaba la mano de su hijita, una niña de dos años vestida de negro.
La pequeña permanecía callada, agarrada al borde del ataúd. Los adultos no esperaban que entendiera lo que ocurría—a esa edad, creían, los niños no comprenden la muerte.
Al final de la ceremonia, acercaron a la niña al féretro. Se quedó mirando a su padre, primero en silencio, luego frunció el ceño y, de pronto, gritó con desesperación:
—¡Papá, despierta! ¡No duermas más! ¡Ábreme los ojos!
Su voz era tan angustiosa que todos enmudecieron. La niña estiró la mano para tocar la cara de su padre, acariciándole la mejilla entre lágrimas. Algunos bajaron la cabeza, pensando que era solo el dolor inocente de una criatura. Hasta que, de repente, se irguió y señaló el rostro del difunto:
—¡Tiene miedo! ¡Me lo ha dicho! ¡Está aquí dentro! ¡No se ha ido!
Un silencio helado llenó la sala. Su madre, temblorosa, se arrodilló junto a ella:
—¿Qué te ha dicho, mi vida?
La niña, entre hipos, susurró:
—Que no debía ir… Que lo hicieron a propósito…
—¿Quién?
—Mi tío, el hermano de papá.
Las palabras cayeron como un trueno. Todos giraron hacia un hombre de traje gris junto a la pared—el primo del difunto, quien había organizado el entierro. Su rostro se descompuso.
—Papá vino anoche—continuó la niña—. Estaba mojado y triste. Dijo que mi tío le obligó a ir… Y luego el coche se cayó…
Al día siguiente, la familia denunció el caso. Las cámaras de seguridad revelaron que el primo estuvo junto al coche horas antes del accidente. La revisión de los frenos mostró sabotaje.
La niña no podía saberlo. Pero escuchó a su padre.
*Nunca subestimes lo que los pequeños pueden ver… o lo que los muertos desean decir.*