La imponente mansión beige se alzaba como un mudo monumento a la riqueza. Su impresionante fachada brillaba bajo el sol de la tarde, pero dentro no había risas ni alegría, solo el dolor silencioso de lo perdido.
Hacía más de un año que la vida de la única hija del millonario giraba en torno a un objeto frío y metálico: su silla de ruedas negra.
Lucía, de cinco años, era una niña de piel clara, con una melena rubia despeinada y unos ojos avellana llenos de luz. Antes era un torbellino de energía y curiosidad, pero un terrible accidente de coche la dejó paralizada de cintura para abajo. Ahora, pasaba los días mirando por las altas ventanas, viendo cómo la vida seguía sin ella.
Su padre, Javier Mendoza, un hombre alto de cuarenta y pocos años, con facciones marcadas y un traje blanco impecable, había probado todo lo que el dinero podía comprar: los mejores médicos, terapias revolucionarias, tratamientos experimentales en el extranjero. Nada funcionaba. Cada fracaso lo desgastaba, no solo como padre, sino como un hombre acostumbrado a resolver cualquier problema.
Una cálida tarde, Javier salió al jardín de la mansión esperando encontrar la escena de siempre: Lucía sentada en silencio, quizá con un libro en el regazo, su mirada perdida.
Pero lo que vio lo dejó paralizado.
Lucía se reía.
No era una sonrisa educada, ni una risa forzada. Era una carcajada auténtica, tan fuerte que parecía resonar en el aire. Sus manitas aplaudían con entusiasmo, su rostro brillaba de felicidad.
Frente a ella había un niño.
No tendría más de nueve años, iba descalzo, con una piel bronceada y un pelo negro rebelde. Llevaba una camiseta marrón holgada y unos pantalones cortos que le bailaban en el cuerpo delgado. Sus rodillas estaban arañadas, los tobillos polvorientos, pero sus ojos brillaban con una picardía que coincidía con su sonrisa.
El niño bailaba, pero no como nadie que Javier hubiera visto antes.
Exageraba sus pasos, saltando de un lado a otro, torciendo los brazos en formas ridículas. Fingía resbalarse, se recuperaba con drama y señalaba a Lucía como retándola a no reírse.
Ella se reía aún más fuerte.
El primer instinto de Javier fue la ira. Eran terrenos privados. ¿Cómo había entrado ese niño? ¿Dónde estaba seguridad?
Dio un paso adelante, sus zapatos relucientes hundiéndose levemente en el césped.
Pero se detuvo.
Lucía no solo observaba. Se inclinaba hacia adelante en su silla, la espalda recta, los ojos vivos. Movía los brazos como intentando imitarlo, los dedos de los pies agitándose en el aire.
Hacía meses que Javier no la veía tan involucrada en nada.
El niño lo notó. Sus miradas se cruzaron un instante. Javier esperaba que se asustara o huyera.
En cambio, el niño sonrió más ancho, giró sobre sí mismo y saludó como un artista en un escenario.
Lucía aplaudió emocionada, radiante.
Javier se escondió detrás de una columna de mármol del jardín, el pecho apretado. No quería interrumpir, no aún. Estaba pasando algo. Algo que no entendía, pero que no se atrevía a romper.
El niño redobló sus movimientos, cayó al césped, rodó, saltó de nuevo, sin perder el contacto visual con Lucía. Ella se reía tanto que se secaba las lágrimas de los ojos.
Era la primera vez que Javier la veía llorar de alegría desde el accidente.
Los minutos pasaron. El mundo exterior pareció desaparecer, dejando solo el ritmo del niño y los aplausos de Lucía.
Javier se aferraba a la columna, los nudillos blancos, dividido entre intervenir y el temor de romper esa frágil magia.
Finalmente, el niño se detuvo, fingiendo jadear como si acabara de dar un gran espectáculo.
Lucía chilló de emoción.
El niño hizo otra reverencia y empezó una nueva rutina sin dudarlo.
La mente de Javier trabajaba a toda velocidad. ¿Quién era ese niño? ¿De dónde había salido? ¿Y por qué sentía que estaba viendo renacer a su hija?
Permaneció oculto, observando cómo el rostro de Lucía seguía iluminado. Cada movimiento del niño parecía diseñado para hacerla sentir parte de algo, incluso desde su silla.
Javier notaba sus músculos tensarse como no lo hacían desde hacía meses, su cuerpo moviéndose levemente al ritmo del baile.
El corazón del millonario latía con fuerza.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no era de frustración.
Era de esperanza.
Frágil, aterradora esperanza.
Pero Javier Mendoza no se permitía esperar tan fácilmente.
Necesitaba respuestas. Al día siguiente, las tendría.
A la tarde siguiente, Javier no se escondió.
Lucía ya estaba en el jardín, bañada por la luz dorada del atardecer. Miraba expectante hacia la verja cada pocos segundos.
Entonces, como si su anticipación lo hubiera convocado, apareció el niño.
Se coló por el seto cerca del muro, los pies descalzos silenciosos en la hierba. Su ropa eraEl niño se acercó a Lucía con esa sonrisa traviesa que ya le era familiar, y mientras comenzaba su baile, Javier sintió que por fin, después de tanto tiempo, su corazón volvía a ser ligero.