En lo profundo de la Tierra de Toledo, donde los bosques susurran cuentos y los ríos tejen patrones plateados, se escondía el pueblo de Valdeazul. Sus calles, como huesos viejos, se habían secado bajo el sol del tiempo. Los jóvenes se habían marchado a las ciudades hacía años, como agua que se filtra por las grietas, dejando solo a viudas ancianas cuyos corazones latían al ritmo de las campanas de una iglesia abandonada. Pasaban de los setenta, algunos de los ochenta, pero sus ojos, como brasas en la ceniza, aún guardaban chispas de vida. Solo en verano, cuando el calor apretaba, llegaban los nietos, sonrosados y bulliciosos, con maletas llenas del ajetreo urbano.
Entre ellos estaba Lucía, una niña con cabello dorado como el trigo maduro y ojos que reflejaban la profundidad de los lagos azules. Sus padres, médicos de Madrid, la enviaban cada verano con su abuela Martina Fernández, creyendo que el aire de Valdeazul, perfumado por el tomillo y las moras, la fortalecería como a un roble. La casa de Martina estaba al borde del pueblo, donde los campos se fundían con un bosque espeso. En la granja solo había una vaca llamada Rosalía, gallinas de crestas coloridas y una gata vieja llamada Negra, cuyas cicatrices contaban batallas con los zorros.
Una mañana, cuando el rocío aún brillaba, Negra regresó del bosque con un bulto tembloroso entre sus dientes. Martina, secándose las manos en el delantal, exclamó:
—¡Dios mío, es una rata!
Pero Lucía, agachándose, vio patitas rosadas bajo el pelaje negro y unos ojos aún cerrados, como dos perlas diminutas.
—Abuela, ¡no es una rata! ¡Es un lobezno!
Era cierto: pequeño, casi sin vida, se aferraba a la palma de la niña como un gatito. Negra, arqueando el lomo con orgullo, ronroneaba como si lo hubiera parido ella. Quizá lo encontró en el bosque, abandonado por su madre o arrastrado por una tormenta. A veces, las gatas confunden a los lobeznos con crías suyas, sin saber que crían a un depredador.
—¡Déjalo quedarse, abuela! —rogaba Lucía, abrazando al animal—. Yo lo cuidaré, lo alimentaré… ¡No hará daño, lo prometo!
Martina suspiró al ver los ojos brillantes de su nieta. ¿Cómo negarse a quien ve el mundo como un regalo?
Así llegó Lobo, nombre que Lucía inventó al escuchar el viento cantar entre los pinos. Lo alimentó con biberón, lo envolvió en su chal, y Negra le enseñó a saltar la valla y lavarse la cara con la pata. Lobo creció imitando a los gatos: dormía enroscado, ronroneaba al ser acariciado e incluso cazaba mariposas. Pero cada día, su naturaleza salvaje despertaba: el pelaje se volvió más espeso, la mirada más aguda, los pasos más sigilosos.
Cuando Lucía cumplió dieciséis, ya no podía estar lejos de Valdeazul. Sus padres no le permitieron llevarse a Lobo a Madrid, pero ella visitaba a su abuela cada mes. El lobo, ahora un animal fuerte y de pelaje gris plateado, la esperaba en la puerta como si supiera la hora del autobús. No ladraba ni gruñía; solo apoyaba la cabeza en su regazo mientras ella le hablaba de la escuela, sus sueños, y cómo la ciudad la aplastaba como una losa.
Una tarde de julio, cuando el sol teñía el horizonte de oro, Lucía volvía del mercado. El autobús, un viejo Pegaso, se detuvo en medio del camino oscuro.
—Se ha estropeado —refunfuñó el conductor—. Valdeazul está a cinco kilómetros.
Lucía no tuvo miedo: conocía el bosque como la palma de su mano. Pero cuando vio las luces del pueblo, un rugido de motor resonó tras ella. Un todoterreno negro surgió de la oscuridad. Un hombre con camisa arrugada y aliento a alcohol bajó. Sus ojos fríos la recorrieron como una navaja.
—Sube, te llevo —dijo con voz ronca.
—No, gracias —retrocedió ella, pero él ya le agarraba la muñeca.
La empujó al coche, inmovilizándola:
—Si gritas, te la vas a ganar.
Cuando el vehículo torció hacia el bosque, Lucía logró zafarse y corrió, las ramas arañándole el rostro. Él la alcanzó… hasta que, de repente, una sombra plateada saltó de la noche.
Lobo.
Se abalanzó como un huracán. Sus colmillos se clavaron en el brazo del hombre, lanzándolo contra un árbol. El tipo gritó, protegiéndose, pero el lobo desgarró su ropa, buscando el cuello. En el último instante, el hombre escapó al coche y huyó entre los árboles.
Lucía temblaba, abrazando el cuello de Lobo. Su pelo olía a pino y calor, y su corazón latía tan fuerte que ahogaba el canto de los búhos.
—Me salvaste —susurró, enterrando los dedos en su pelaje.
El lobo lamió sus lágrimas, saladas como el mar.
Al amanecer, Martina los bendijo tres veces al oír la historia.
—No es un lobo —dijo, mirando al animal que no se separaba de Lucía—. Es un ángel con piel de bestia.
Desde entonces, en Valdeazul se decía que si se oía el aullido de un lobo de crin plateada, era mejor huir. Pero si guardaba silencio y protegía una casa, allí habitaba un alma que ni la oscuridad osaría tocar. Y Lucía, convertida en maestra, traía libros y niños al pueblo para que supieran que aún quedaban lugares donde el bien es más fuerte que el miedo.
Cada atardecer, cuando el sol se hundía entre los matorrales, Lobo se acostaba en el umbral, guardando el sueño de la chica que una vez lo llamó «hogar».