En lo profundo de la tierra de Castilla, donde los bosques susurran cuentos y los ríos tejen patrones plateados, se escondía el pueblo de Valdebruma. Sus calles, como huesos viejos, se habían secado bajo el sol del tiempo. Los jóvenes hacía tiempo que habían partido hacia las ciudades, como agua que se filtra por las grietas, dejando solo a viudas ancianas —aquellas cuyos corazones latían al ritmo de las campanas de una iglesia abandonada—. Superaban los setenta, algunos los ochenta, pero sus ojos, como brasas en cenizas, aún guardaban una chispa de vida. Solo en ocasiones, durante el calor de julio, llegaban los nietos —sonrosados, con risas y maletas llenas del ajetreo urbano—.
Entre ellos estaba Lucía, una niña con cabello del color del trigo maduro y ojos que reflejaban la profundidad de los lagos azules. Sus padres, médicos de Madrid, la enviaban cada verano con su abuela Carmen Soler, convencidos de que el aire de Valdebruma, impregnado de tomillo y frambuesas, fortalecería su espíritu como un roble. La casa de Carmen estaba al borde del pueblo, donde los campos se fundían con un bosque espeso. En su hogar solo había una vaca llamada Rosaura, gallinas con crestas coloridas y una gata vieja llamada Negri, cuyas cicatrices contaban batallas con los zorros.
Pero una mañana, cuando el rocío aún no se había evaporado, Negri trajo del bosque un bulto tembloroso entre sus dientes. Carmen, secándose las manos en el delantal, exclamó:
—¡Dios mío, es una rata!
Pero Lucía, agachándose, vio patitas rosadas bajo el pelaje oscuro y unos ojos aún cerrados, como dos semillas de perla.
—¡Abuela, no es una rata! Es… ¡un lobezno!
Era cierto: pequeño, casi sin vida, se aferraba a la palma de la niña como un gatito. Negri, arqueando el lomo con orgullo, ronroneaba como si lo hubiera parido ella. Quizá lo encontró en el bosque —tal vez abandonado por su madre o arrebatado por una tormenta—. Las gatas a veces confunden lobeznos con crías suyas, dándoles maternidad sin saber que están criando un depredador.
—¡Déjalo quedarse, abuela! —rogó Lucía, apretándolo contra su pecho—. Yo lo alimentaré, lo sacaré a pasear… No hará daño, ¡te lo prometo!
Carmen suspiró, mirando a su nieta, cuyas mejillas se teñían de rojo por la emoción. ¿Cómo negarle algo a quien ve el mundo como un regalo?
Así llegó Lobo a la casa —un nombre que Lucía inventó mientras escuchaba el viento cantar en los pinos. Lo alimentó con biberón, lo arropó con un pañuelo, y Negri le enseñó a saltar la cerca y lavarse el hocico con la pata. Lobo creció imitando a los gatos: dormía enroscado, ronroneaba al ser acariciado y hasta cazaba mariposas como un felino. Pero cada día despertaba más su esencia de lobo: el pelaje se tornaba más espeso, la mirada más penetrante, y sus pasos, silenciosos como la niebla.
Cuando Lucía cumplió dieciséis, ya no podía vivir sin Valdebruma. Sus padres no la dejaron llevarse a Lobo al piso madrileño, pero ella visitaba a su abuela cada mes, a veces más. El lobo, convertido en una bestia alta y majestuosa de pelaje gris plateado, la esperaba en la puerta, como si conociera el horario del autobús. No ladraba ni gruñía —solo apoyaba la cabeza en sus rodillas, y Lucía le contaba sobre la escuela, sus sueños, y cómo la ciudad la ahogaba como una losa.
Una tarde de julio, cuando el sol fundía el horizonte en oro, Lucía volvía del pueblo vecino. El autobús, un vehículo viejo, se detuvo con un quejido en medio del camino oscuro.
—Se averió —gruñó el conductor—. Anda, hasta Valdebruma son cinco kilómetros.
La chica no tuvo miedo: conocía el bosque como la palma de su mano. Pero cuando las luces del pueblo asomaron, un rugido de motor resonó a sus espaldas. Un todoterreno negro emergió de la oscuridad. De él salió un joven con camisa arrugada y aliento a alcohol. Sus ojos, estrechos y furiosos, la recorrieron como una cuchilla.
—Sube, te llevo —dijo con voz ronca.
—No, gracias —retrocedió ella, pero el hombre ya le sujetaba la muñeca.
La empujó dentro, aplastándola contra el asiento:
—Si gritas, te la vas a ganar.
Cuando el coche torció hacia un sendero, Lucía gritó. Se liberó, corrió hasta que las ramas le arañaron la cara. Pero él la alcanzó… Y entonces, cuando sus dedos rozaron su cuello, una sombra plateada surgió de la nada.
Lobo.
Se abalanzó como un huracán. Sus colmillos perforaron el brazo del hombre, lanzándolo contra un árbol. El joven aulló, intentando cubrirse, pero el lobo desgarró su ropa, buscando la garganta. En el último instante, el hombre se coló en el coche y aceleró, desapareciendo entre los árboles.
Lucía temblaba, abrazando el cuello de Lobo. Su pelaje olía a pino y calor, y su corazón latía tan fuerte que ahogaba los gritos de los búhos.
—Me salvaste… —susurró, hundiendo los dedos en su piel.
El lobo lamió sus lágrimas, saladas como el mar.
A la mañana siguiente, Carmen, al escuchar la historia, hizo la señal de la cruz tres veces sobre su nieta y Lobo.
—No es un lobo —dijo la anciana, observando al animal que no se separaba de Lucía—. Es un ángel con piel de bestia.
Desde entonces, en Valdebruma se decía: si un lobo de melena plateada aúlla en el bosque, huye. Pero si guarda silencio y protege una casa, sabe que allí habita un alma que ni la oscuridad osará tocar. Y Lucía, al hacerse maestra, llevó libros y niños al pueblo para recordarles que aún quedan lugares donde el bien vence al miedo.
Cada atardecer, cuando el sol se hundía entre las montañas, Lobo se acostaba en el umbral, velando el sueño de la chica que un día lo llamó «hogar». Y así aprendieron todos que el amor verdadero no conoce de formas, solo de corazones.