La niñera descubrió marcas extrañas al cambiar el pañal y lo que grabó la aterró.6 min de lectura

Lucía Martínez llevaba casi seis años trabajando como niñera en Madrid, pero nada la había preparado para lo que vio en la casa de los Delgado. Al principio, todo parecía perfecto: la elegante residencia, los padres amables y, lo más importante, el alegre niño de nueve meses, Lucas. Su madre, Sofía, trabajaba largas horas como agente inmobiliaria, mientras que su padre, David, era ingeniero informático y solía teletrabajar desde casa.

Las primeras semanas transcurrieron sin problemas. Lucía adoraba a Lucas —sus risitas llenaban la silenciosa casa y tenía el temperamento más tranquilo que había visto en un bebé—. Pero entonces comenzó a notar cosas que no cuadraban. Cada vez que le cambiaba el pañal, aparecían marcas rojizas en sus muslos. Al principio, pensó que era irritación o quizá el pañal demasiado ajustado. Pero las marcas no parecían normales —tenían formas extrañas, casi como huellas digitales—.

Se lo comentó con delicadeza a Sofía una tarde. Sofía pareció genuinamente sorprendida, incluso preocupada, y prometió consultarlo con el pediatra. Sin embargo, la semana siguiente, Lucía volvió a notar lo mismo —nuevas marcas en distintos lugares—. El patrón era demasiado raro para ignorarlo.

Luego estaban los ruidos. Mientras Lucas dormía la siesta, a menudo escuchaba pasos en el piso superior, aunque David decía estar trabajando en su oficina del sótano. Una vez, fue a ver al niño y oyó el leve crujido de una puerta cerrándose —desde dentro de la habitación—.

Su inquietud se convirtió en temor. Una mañana, tras descubrir otra marca —esta vez un pequeño moretón—, tomó una decisión. Compró una cámara diminuta, disimulada como un ambientador, y la colocó en un rincón de la habitación.

Durante dos días, no ocurrió nada inusual. Pero en la tarde del tercer día, mientras Lucas dormía, revisó las imágenes en su móvil. Las manos le temblaron al presionar play.

Los primeros minutos solo mostraban al bebé durmiendo. De pronto, la puerta se abrió —lenta, silenciosa—. Una figura entró. Lucía se quedó helada. No era Sofía. Tampoco David. Era alguien completamente distinto —una persona a la que nunca había visto antes—.

El aliento se le cortó cuando la desconocida se inclinó sobre la cuna.

Era una mujer, quizá de unos cincuenta años, vestida con un traje floral descolorido. Sus movimientos eran deliberados, casi tiernos, al tocar el rostro de Lucas. Entonces, para horror de Lucía, la mujer desabotonó el body del niño y presionó algo frío y metálico contra su piel. Lucas gimió suavemente, pero no lloró.

Su primer impulso fue correr a la casa, pero se obligó a seguir viendo. La mujer se movía por la habitación como si la conociera bien. Cogió el chupete de Lucas, lo olió y sonrió levemente —como si reviviera un recuerdo—. Después, susurró algo que el micrófono de la cámara apenas captó: «Te pareces tanto a él».

Esa noche, Lucía no durmió. Su mente repasó todas las posibilidades: una vecina con llave, un familiar desconocido, una intrusa con trastornos. Pero a la mañana siguiente, David comentó casualmente que trabajaría hasta tarde y que Sofía estaría en una visita de pisos hasta medianoche. El momento le pareció… sospechoso.

Decidió enfrentarlos, pero antes instaló dos cámaras más: una en el pasillo y otra frente a la puerta principal.

Al revisar las nuevas grabaciones, la verdad se volvió aún más extraña. La misteriosa mujer apareció de nuevo —pero no entró por la puerta ni por el pasillo—. Surgió del sótano.

A Lucía se le heló la sangre. El sótano era el espacio de trabajo de David. Él le había advertido que estaba «prohibido» por sus proyectos confidenciales. Pero ahora parecía ocurrir algo mucho más oscuro allí.

Al día siguiente, cuando David salió a hacer la compra, Lucía bajó sigilosamente. El aire era húmedo, con un débil olor metálico. Al fondo, encontró una puerta cerrada con un teclado numérico. Notó arañazos alrededor de la cerradura —como si alguien hubiera intentado abrirla desde dentro—.

Retrocedió rápidamente, con el corazón desbocado. Esa tarde, hizo una llamada anónima a la policía, denunciando un posible intruso.

Cuando los agentes llegaron, David pareció tranquilo —incluso colaborador—. Les permitió registrar la casa, incluido el sótano. No encontraron nada. La puerta cerrada, según él, llevaba a un trastero viejo. Introdujo el código y la abrió: estantes vacíos, polvo y un leve aroma a lejía.

La policía se fue. Lucía se sintió humillada —y, sin embargo, algo no encajaba—. ¿Por qué había desaparecido la mujer tan completamente? ¿Por qué seguían apareciendo marcas en la piel de Lucas?

Así que mantuvo las cámaras activas. Y dos noches después, finalmente descubrió la verdad.

El vídeo comenzaba como los demás —la habitación en silencio, Lucas durmiendo—. De pronto, desde un rincón, la puerta del sótano se abrió de nuevo. La misma mujer emergió, con la mirada vidriosa y movimientos robóticos.

Pero esta vez, David la seguía.

Lucía contuvo un grito. En la grabación, David hablaba en voz baja, guiando a la mujer del brazo. «Tranquila, mamá —susurró—. Puedes verlo solo un minuto».

Mamá.

La comprensión la golpeó con fuerza. La mujer no era una extraña —era la madre de David—. Después, los registros policiales confirmarían que era Elena Delgado, una antigua enfermera psiquiátrica que había desaparecido cinco años atrás tras ser diagnosticada con demencia severa. David había dicho a todos que había muerto en una residencia.

Pero no era cierto. La había estado ocultando en el sótano.

Las imágenes mostraban a David abriendo la puerta del sótano y llevando a su madre de vuelta después de que ella tocara al bebé. Antes de bajar, Elena miró fijamente a la cámara —como si supiera—. «Se parece a mi pequeño David —murmuró—. No dejes que se lo lleven».

Lucía entregó el vídeo a la policía a la mañana siguiente. En cuestión de horas, los agentes regresaron con una orden de registro. Tras una pared falsa en el sótano, descubrieron un pequeño espacio habilitado —una cama, fotos antiguas y suministros médicos—. Elena estaba allí, asustada y confundida, pero sana.

David confesó que no pudo soportar enviar a su madre a una residencia. La había escondido durante años, convenciendo a Sofía de que había fallecido. Elena subía a escondidas por un pasillo de servicio para ver a su nieto cuando David no la vigilaba —hasta que las cámaras de Lucía lo revelaron todo—.

La historia se extendió rápidamente por el vecindario. Sofía solicitó la separación poco después, y David enfrentó cargos por privación ilegal de libertad y obstrucción a la justicia. Lucía dejó la casa de los Delgado para siempre, pero guardó la cámara ambientador en su cajón —un recordatorio del día en que su intuición salvó a un niño y descubrió un secreto oculto a plena vista—.

Leave a Comment