La Sirvienta que Descubrió un Lloró en la Noche

El reloj del pasillo marcaba el tiempo con un suave tic-tac, resonando en la mansión cavernosa. El silencio de la noche solo se rompía por un sonido leve: sollozos ahogados que flotaban por la escalinata como susurros.

Isabel Martínez, de veintisiete años, se detuvo a mitad del paso. Iba de vuelta a la pequeña ala del servicio, al otro extremo de la finca, pero ahora permanecía quieta, con los oídos alerta.

Eran las tres de la madrugada. Y el llanto venía, una vez más, de la habitación de Lucía González.

Durante dos semanas, Isabel había trabajado en la finca de los González, cubriendo a su hermana mayor, Ana, que había caído enferma durante sus vacaciones. Los González eran una de las familias más ricas de Madrid. Eduardo González, el patriarca, era un empresario millonario, divorciado y vuerto a casar, que apenas pisaba la mansión más que algún fin de semana fugaz. Su hija Lucía, de catorce años, vivía allí con él y su prometida, Valeria.

El acuerdo parecía sencillo cuando Isabel aceptó: limpiar en silencio, pasar desapercibida y no cruzar líneas. El salario era extraordinario—mucho más de lo que jamás ganaría en su barrio humilde. Los hijos de Ana, Marina, de catorce, y el pequeño Víctor, de seis, dependían de ese dinero.

Pero nadie le advirtió sobre las noches. Noches en las que Lucía quedaba sola en la mansión resonante mientras su padre y Valeria viajaban. Noches en las que sus lloros ahogados llegaban hasta el pasillo, impidiendo que Isabel conciliara el sueño.

Isabel se decía que debía ignorarlo. No la habían contratado para ser psicóloga. Pero esa noche, los sollozos sonaban desgarradores, desesperados.

Con un suspiro, Isabel enderezó los hombros, caminó de puntillas por el pasillo y se detuvo frente a la puerta de Lucía.

Dudó, recordando la advertencia estricta de Ana: “Nunca te destaques. Nunca te metas con la familia. Mantén la cabeza baja.”

Pero su conciencia venció a la prudencia. Llamó suavemente.

No hubo respuesta—solo el sonido del llanto silencioso.

Isabel empujó la puerta.

La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por una lucecita con forma de estrella. Lucía se incorporó en la cama, sobresaltada.

“¿Qué haces aquí?—gritó la niña, agarrando una almohada y lanzándola—. ¡Fuera! ¡Llamaré a seguridad!”

Isabel atrapó la almohada con facilidad, la devolvió a la cama y cruzó los brazos. “Es imposible dormir en esta casa—dijo—. Alguien no para de llorar. ¿Te importa explicar por qué?”

“¿Cómo te atreves? ¡Se lo diré a mi padre… y serás despedida!”—contestó Lucía, temblando entre el enfado y el miedo.

“Pues que me despida—replicó Isabel—. Pero dime, Lucía… ¿qué es tan horrible? ¿Que tu padre no te compró el collar de diamantes adecuado? ¿O quizás se te ha roto la uña?”

Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas. “¡No entiendes nada! ¡Si supieras lo que sufro…!”

“Bueno, lo dudo—respondió Isabel con sequedad—. Seguro que es terrible… que te lleven en coche con chófer, vivir en un palacio como este.”

Lucía parpadeó, confundida. “¿Por qué sería eso malo?”

Isabel suavizó la voz. “Cuando tenía tu edad, mis amigas y yo íbamos juntos al colegio, comíamos helados, nadábamos en el lago. No teníamos mucho, pero al menos nos teníamos. ¿Y tú? ¿Alguna vez tienes amigos aquí?”

Los labios de Lucía temblaron. Negó con la cabeza.

“¿Ninguno?”—preguntó Isabel, sorprendida.

“Ni uno. Tenía a mi madre—susurró Lucía—. Pero después del divorcio, ella… desapareció. Mi padre me mandó a estudiar fuera. Me puse mala, y me trajo de vuelta. Ahora solo estoy yo.”

Isabel se sentó al borde de la cama. “¿Por qué no vives con tu madre?”

Lucía bajó la mirada. “No me quiere. Tiene una nueva familia—un marido, niños pequeños. Mi padre me lo dijo.”

El corazón de Isabel se encogió. Pensó en su propia infancia, en momentos en los que también se había sentido olvidada. Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas: “Qué cosa tan cruel decirle a una hija. Ningún hombre decente haría eso.”

Y entonces…

Una voz grave y autoritaria cortó el aire.

“¿Estás hablando de mí?”

Ambas se quedaron heladas.

Eduardo González estaba en el umbral, alto, de hombros anchos, con una expresión impenetrable.

Lucía se cubrió con la manta. “Papá… ¿ya has vuelto?”

La mirada de Eduardo se clavó en Isabel. “¿Quién es usted y qué hace en la habitación de mi hija?”

“Soy la empleada—balbuceó Isabel—. Solo quería ver si dormía.”

“Se le advirtió de las normas—dijo Eduardo—. No debe entrar aquí. Si oye algo, llama a la señora Torres. No se meta.”

“Sí… me avisaron—murmuró Isabel, mirando a Lucía, que seguía inmóvil bajo las sábanas.”

“Está despedida—declaró Eduardo sin más—. Haga las maletas.”

El corazón de Isabel latió con fuerza. ¿Despedida? ¿Así, sin más? Su familia necesitaba ese dinero. Pero, más allá de eso, vio el terror en los ojos de Lucía y algo en ella se rebeló.

“Vale—dijo bajito—. Despídame. Pero antes… mire a su hija. ¿Se da cuenta de que llora cada noche? ¿De que se siente sola en esta casa enorme? ¿De que cree que su madre la abandonó porque usted se lo dijo?”

“Basta—espetó Eduardo, apretando la mandíbula.”

La voz apagada de Lucía interrumpió: “Papá… ¿es verdad? ¿Mamá no me quería? ¿O… solo lo dijiste tú?”

El silencio fue denso. Por un momento, Eduardo pareció humano—los hombros caídos, la mirada oscura.

Al final, respondió ronco: “Duérmete, Lucía. Hablaremos mañana.”

Dio media vuelta y se marchó.

Isabel se quedó junto a la puerta, dividida entre irse y quedarse. La mano de Lucía surgió, agarrándola de la manga.

“Por favor—susurró la niña—. No te vayas.”

Isabel se quedó hasta que Lucía se durmió, agotada por el llanto. Le apartó un mechón de la cara y murmuró: “No estás sola. Recuédalo.”

A la mañana siguiente, Isabel esperaba que la echaran de la finca. Hizo la maleta y aguardó en la cocina del servicio.

Pero en lugar de un guardia, fue Eduardo quien entró.

Parecía distinto a la luz del día—menos intimidante, más cansado. Dejó una carpeta sobre la mesa.

“Anoche fui duro—admitió—. Usted se pasó, sí. Pero quizás hacía falta.”

Isabel parpadeó, sorprendida.

Siguió hablando: “He estado… protegiendo a Lucía de su madre. No porque no le importe, sino porque… no quería que viera la verdad. Pensé que era más fácil decirle que todo había terminado.”

Isabel guardó silencio.

Eduardo exhaló. “Lucía necesita a alguien con quien hablar. Alguien que no sea yo, ni Valeria, ni otra tutora. Alguien de verdad. Parece… confiar en usted. ¿Le importaría quedarse?Eduardo la miró con firmeza mientras sostenían sus maletas, y en ese momento supo que, más que un empleo, había encontrado un hogar entre aquellos muros que antes le parecían tan fríos.

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