Llamé a emergencias por un niño en un auto caliente: ya lo habían rescatado

Estaba enrojecido y llorando en el asiento del copiloto de un coche blanco, golpeando el cristal con sus puños. Las ventanillas subidas. Nadie a la vista.
Hacía casi 35 grados. Dejé las bolsas de la compra en el suelo del aparcamiento y corrí hacia el coche. La puerta, cerrada. Al verme, el niño empezó a gritar aún más fuerte.

Llamé al 112 con las manos temblorosas. —Hay un niño encerrado en un coche. Parece de unos cinco años… lleva una camiseta blanca, pelo castaño, parece que se está asfixiando—.
La operadora me interrumpió. —¿Marca y modelo del vehículo?—

Se lo dije.
Silencio.

Luego, respondió: —Ese coche fue atendido hace quince minutos. El niño está a salvo con su madre—.
Parpadeé, mirando al niño, que seguía golpeando y gritando.

—No, está aquí ahora mismo. Lo estoy viendo—.
La línea volvió a quedarse muda. Entonces, la operadora habló más lento: —Señora, aléjese del vehículo. No se acerque de nuevo. Hay agentes en camino—.

Retrocedí. Miré otra vez. El mismo coche. La misma matrícula. La misma camiseta blanca.
El niño dejó de gritar.

Apretó su cara contra el cristal. Observándome.
Luego, levantó algo en su mano.

Un móvil. Apuntándome.
Mi foto. De hace diez minutos. En este mismo aparcamiento.

No supe si fue el calor o el momento, pero el mareo me embargó. Bajé el teléfono, aún en llamada, y di un paso tembloroso hacia atrás. —Tiene un móvil— susurré —y hay una foto mía ahí. ¿Cómo…?—

La voz de la operadora cambió. —Señora, aléjese ahora mismo del coche. No se acerque. La policía está llegando—.
Asentí, aunque no podía verme, y me tambaleé hacia la acera. La gente pasaba, ajena a todo. El niño ya no estaba en la ventana. Solo un asiento vacío, como si lo hubiera imaginado.

Pero no lo imaginé. Sé lo que vi.
Y sabía que esa foto se tomó después de que yo saliera del coche: mismo vestido azul, misma bolsa, mismo pelo recogido. El corazón me latía como si quisiera escapar.

Los agentes llegaron cinco minutos después. Dos coches, sin luces, cerrando las puertas con firmeza mientras se acercaban con precaución. Señalé el coche. —Estaba ahí. Y luego desapareció—.

Uno de ellos, el agente Morales, preguntó: —¿Cómo desapareció?—
—Se esfumó. Gritaba, me enseñó el móvil y luego… puff—.

Miraron dentro con linternas, aunque el sol abrasaba. No había niño. Ni móvil. Nada en los asientos.
—Está cerrado— dijo el otro agente, más joven y con la cabeza rapada. —El coche está registrado a una mujer que vive a dos calles. Llamó antes porque su hijo se quedó encerrado. Lo sacaron los paramédicos. Ella se lo llevó. Caso cerrado—.

—Entonces, ¿a quién vi?—, murmuré, casi sin voz.
Morales tardó en responder. Miró a su compañero. —Vamos a llamar a la madre. A confirmar—.

Mientras hablaban, me quedé temblando. Una mujer pasó cargando un melón y murmuró: —¿Estás bien, cariño?—
No lo estaba. Ni de lejos.

Los policías volvieron. —La madre lo confirmó. El niño se llama Pablo. Está en casa, a salvo. Comiendo un helado—.

—Pero la foto— insistí —¿el móvil con mi cara? ¿Creen que me lo inventé?—
Morales evitó mi mirada. —A veces el estrés nos juega malas pasadas—.

No discutí. Asentí, les di las gracias y me fui con mi helado derretido y la lechuga mustia. Pero esa noche no pude dormir. Revisé mi teléfono, buscando entre las fotos.
Y entonces lo vi.

Una foto que no había tomado.
Era yo, junto al coche. Antes de llamar al 112. Desde atrás, como si alguien me observara desde los árboles. La piel se me heló.

No uso iCloud. No comparto mi móvil. Y no hice esa foto.
No se lo conté a nadie. Al principio.

Pero al día siguiente, volví al supermercado.
El coche estaba ahí otra vez.
Mismo sitio. Misma matrícula.

Vacío.
Me acerqué despacio, con el móvil preparado. Miré por las ventanillas. Nada. Ni rastro del niño.

Los asientos traseros estaban llenos de envoltorios de comida rápida y un oso de peluche viejo, con un ojo perdido.
Pero algo me dijo que no estaba sola. Miré alrededor: un anciano cargando bolsas, una mujer discutiendo con su hijo, un chaval apoyado en su bici, observándome.

¿O no?
Hice una foto del coche y entré, más para calmarme que otra cosa. Recorrí los pasillos como sonámbula, fingiendo comprar. Pero al coger una caja de cereales, algo me paralizó.

Una camiseta blanca.
Pequeña. Colgada al fondo de la sección de ropa.

Como la del niño.
Estaba húmeda.

No sé por qué la toqué, pero lo hice. Estaba caliente. Recién mojada.
Entonces lo oí.

Un golpe.
Suave. Repetido.

Me giré: solo la puerta de un congelador, entreabierta. Vacío, excepto por un zumo. Y pegado al cristal, dentro, un posEl chico apareció de pie frente a mí, sus ojos oscuros llenos de una tristeza eterna, y antes de que pudiera reaccionar, todo se esfumó en un susurro de viento cálido.

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