Llevé a mi esposa al hospital y el médico me susurró: ‘Llama a la policía ahora mismo.’

El hospital estaba abarrotado esa mañana, gente moviéndose como sombras entre formularios y murmullos. Mi mujer, Lucía Fernández, tenía programados análisis de sangre y orina. Cuando entró a la consulta, me quedé en la sala de espera. El corazón me golpeaba el pecho sin razón, como si el aire oliera a presagio.

Diez minutos después, el médico de guardia—un hombre de rostro sereno y canas en las sienes—salió y me hizo una señal. Me levanté de un salto, imaginando que necesitaría datos del historial de Lucía. Pero entonces, inclinándose hacia mí con los ojos como dagas, susurró al oído:

“Señor Ruiz… llame a la policía. Ahora mismo.”

Me petrifiqué. ¿La policía? ¿Acaso no era una simple enfermedad? La voz me tembló al preguntar:
“Doctor… ¿qué está pasando?”

Su mirada no dejaba lugar a dudas:

“Mantenga la calma. Su esposa está a salvo, pero los resultados y ciertas marcas en su cuerpo nos hacen sospechar… que alguien la ha estado envenenando lentamente. Es un delito. No podemos dejarla ir hasta que vengan las autoridades.”

Las piernas me fallaron. El pecho me ardía, los pensamientos se emborronaban. ¿Envenenada? ¿Cómo no me di cuenta?

El médico posó una mano en mi hombro y añadió en voz baja:

“Usted es su marido, pero por su bien, no diga nada todavía. Necesitamos tiempo.”

Con los dedos temblorosos, marqué el 091. La voz al otro lado fue un bálsamo:
“Quédesé tranquilo, una patrulla está en camino.”

Minutos después, dos agentes charlaron con el médico y me pidieron esperar afuera. La puerta cerrada era un muro. ¿Quién haría esto? ¿Y por qué?

Cuando al fin me dejaron entrar, Lucía estaba pálida, las lágrimas resbalando en silencio. El médico explicó con cuidado:

“Los análisis muestran alteraciones que no corresponden a una enfermedad normal. Son señales de intoxicación crónica. Por eso avisé a la policía.”

No pude hablar. Solo tomé su mano helada entre las mías, rotas de miedo:
“Lucía… ¿quién te hizo esto?”

Ella rompió a llorar:

“No lo sé… pero últimamente, cada vez que bebía el vaso de agua que dejaba en la cocina, me mareaba. Creí que era el cansancio. No quise preocuparte… jamás pensé que…”

El nudo en la garganta me impedía respirar. Rabia, culpa, un dolor que no tenía nombre. Los policías tomaron declaración y sellaron nuestra casa en busca de pruebas.

Esa tarde supe que la vida de Lucía se salvó por la perspicacia de un médico. Sin su advertencia, quizá nunca habría descubierto la verdad. Le apreté la mano y juré:
“Descansa. Mientras yo esté aquí, nadie volverá a hacerte daño.”

Los días siguientes fueron un viacrucis de desintoxicación. Lucía, débil pero con mirada más clara, me tomó la mano una noche entre lágrimas:
“Gracias… si no insistes en traerme al médico, ya no estaría aquí.”

La abracé fuerte, ahogando el nudo en el pecho:
“No fui yo. Fue él quien te salvó. Pero juro que nunca más lucharás sola.”

Entre las paredes blancas y el pitido monótono de los aparatos, sentí una paz extraña. Sabía que quedaban batallas, pero también que juntos, éramos invencibles.

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