Los soldados empezaron a reírse de las cicatrices de la chica hasta que un general llegó y les contó la terrible verdad😱😱
En un cuartel militar donde, hasta hace poco, solo servían hombres, la llegada de la chica desencadenó una tormenta de emociones. Al principio, hubo desprecio. Los soldados murmuraban cosas como “el sexo débil”, “no está hecha para esto” o “no aguantará aquí ni un mes”. Poco a poco, las burlas se volvieron abiertas: a veces no la dejaban participar en los ejercicios más duros, otras bromeaban diciendo que solo serviría para “servir el café”.
Cada día era un desafío. Los soldados no paraban de mofarse de ella. “Ponte un uniforme más pequeño, a ver si así corres más rápido”, le decían unos. Otros soltaban comentarios ácidos durante el entrenamiento: “Cuidado, no te caigas, que luego se te rompe otra uña”.
Hasta que un día, mientras la chica se cambiaba en el vestuario, sus compañeros vieron las profundas cicatrices en su espalda. La risa estalló al instante.
“Mira esta —dijo uno—, seguro que fue una cita mal terminada.”
“O se encontró con un rallador de queso”, añadió otro.
La chica se sentó en silencio en el suelo, sin poder contener las lágrimas. Pero ni su dolor los detuvo.
En ese momento, la puerta se abrió y entró el general. Vio a la chica cabizbaja, rodeada de carcajadas.
“¿Sabéis siquiera de quién os estáis riendo?” Su voz retumbó en el vestuario.
Los soldados callaron al instante, sin atreverse a levantar la mirada.
Entonces, el general reveló la terrible verdad sobre ella.
“Ante vosotros tenéis a una de las mejores agentes de inteligencia de nuestro país —dijo con firmeza—. Sirvió cuando vosotros aún estáis en el colegio. Esas cicatrices son de una misión de combate. Su compañía cayó en una emboscada, y están vivos porque ella rescató a sus compañeros heridos. Recibió graves heridas, pero no se dio por vencida.”
Un silencio pesado llenó la sala. Las sonrisas desaparecieron, reemplazadas por la vergüenza.
“En lugar de agradecerle su servicio, os reís de sus cicatrices —el general los miró con severidad—. Vergüenza debería daros.”
“¿Por qué… por qué no nos lo dijiste?” preguntó uno con timidez.
La chica alzó la vista, secó sus lágrimas y respondió con calma:
“Simplemente cumplía con mi deber. No hay por qué presumir.”
Los soldados bajaron la cabeza. Entonces, uno le tendió la mano. Los demás le imitaron.
“Perdónanos… y gracias por tu servicio”, dijo el más joven.
Desde aquel día, nadie volvió a llamarla “el sexo débil”. Ahora era más que una compañera: un ejemplo de fuerza y valentía.





