Me dejó sola en el parto para irse de vacaciones con su familia

Mi nombre es Almudena. Tengo 29 años y estoy en el último mes de mi primer embarazo.

Existe una extraña mezcla de anticipación y ansiedad que parece envolverme constantemente, como si estuviera al borde de algo hermoso pero abrumador. En las tardes tranquilas, cuando me quedo sola en el viejo sofá beige de nuestra humilde casa en las afueras de Toledo, coloco la mano sobre el vientre y siento el leve aleteo de los pies de mi bebé. Entonces susurro: “Mamá está aquí”.

Mi marido, Gonzalo, tiene 33 años y trabaja en contabilidad corporativa. Siempre dice que está agobiado, estresado, que necesita “recargar energías” los fines de semana. Casi todos los viernes, sin falta, se va a casa de sus padres, que está a dos horas de viaje. Me he acostumbrado a la quietud: moverme entre la cocina y el sofá, cargando con un vientre que cada día pesa más. Gonzalo no hace nada en casa. Una vez le pedí que ayudara a organizar la habitación del bebé. Me miró de reojo y murmuró: “¿No estás de baja maternal? Tienes tiempo”.

Nunca olvidaré aquel sábado en el que intenté cargar un pesado saco de pienso para el perro desde el coche. Me quedé en el camino de entrada, sudando, con la espalda dolorida, deseando que alguien me ayudara. Pero él estaba de excursión con su padre. Le mandé un mensaje, y lo único que recibí fue: “Eres fuerte. Tú puedes”.

A veces me siento sola en la cocina, perdida en mis pensamientos, preguntándome: “¿Me equivoqué de hombre?”. Pero entonces el bebé da una patadita suave, recordándome que no estoy completamente sola.

Gonzalo no siempre fue así. Al principio era atento y cariñoso. Pero cuando me quedé embarazada, todo cambió. Se volvió hosco, frío, siempre irritable. Un día olvidé comprar su marca de café preferida y me espetó, seco: “¿En serio? Estás todo el día en casa sin hacer nada y no te acuerdas del café?”. Sus palabras me dolieron, pero me callé. Él solo diría que eran mis hormonas. Tragué el dolor, forzando una sonrisa, y susurré para mí: “Espera. Cuando nazca el bebé, todo mejorará”. Pero en el fondo temía que solo me estuviera engañando.

Aquella mañana me desperté temprano con un dolor sordo en la espalda. Me arrastré hasta la cocina y preparé café para Gonzalo. Dejé la taza junto a un desayuno sencillo. Él entró mirando el móvil. “El pan está quemado. ¿Ni siquiera sabes usar una tostadora?”.

Apreté los labios. “Lo siento, la tostadora no funciona bien”.

“Da igual”, refunfuñó. “Seguro que mi madre ya tiene hechas las tortitas”. No era solo el pan tostado, era otro reproche. Su madre, Margarita, era el estándar dorado al que yo nunca llegaría. Había oído tantas comparaciones que ya sonaban como ruido de fondo. Pero ese día, con los tobillos hinchados y el vientre tenso, no pude quedarme callada.

“Ah, y”, añadió, “mi madre nos ha invitado a cenar esta noche. No olvides llevarle un regalo. Todavía está enfadada por ese espantoso jabón que le regalaste”.

“Me quedaré en casa. Necesito descansar. La fecha del parto está cerca”.

“No empieces otra vez con eso. Las embarazadas no son débiles. Mi madre trabajó hasta el día que dio a luz. Tú solo te sientas a publicar cosas en ese blog ridículo”.

Ese blog es mi pequeño salvavidas. Compuesto atardeceres, las comidas que preparo, mis alegrías y penas. Cosas que Gonzalo nunca nota.

Más tarde, después de cenar sola, limpié la cocina en silencio. La casa parecía vacía, como si yo fuera el único ser dentro. Apoyé la frente contra la puerta del armario y contuve las lágrimas. Antes imaginaba que el embarazo estaría lleno de amor y apoyo. En cambio, me sentía una carga, una sirvienta en mi propio hogar.

Una mañana de domingo, Gonzalo me sorprendió al decir: “Almudena, haz las maletas. La semana que viene nos vamos con mis padres a la sierra de Guadarrama. Un último viaje antes de que nazca el niño”.

Me quedé helada. “¿La semana que viene? El médico dijo que podría parir en cualquier momento”.

Me hizo un gesto de desprecio. “Dios, siempre tan dramática. El aire de la montaña te hará bien. Mi madre dice que es milagroso”.

Sabía que discutir no serviría de nada. Hice las maletas en silencio, rogando que no pasara nada. Pero el día del viaje, justo cuando me acomodé en el asiento del coche, sentí una presión extraña en el bajo vientre. Luego, un cálido chorro empapó mi vestido. Se me había roto aguas.

“Gonzalo, ha empezado. Tenemos que ir al hospital. Ahora”.
Él se giró hacia mí, molesto, como si hubiera interrumpido sus vacaciones. “¿Qué? ¿Ahora mismo?”.

“¡Sí! ¡No es un simulacro! ¡El bebé viene!”.

En lugar de llevarme corriendo, Gonzalo salió del coche y miró el charco. “¿En serio? Has arruinado el asiento. ¿No podías aguantarte?”.

Me quedé paralizada. “Gonzalo, por favor. Necesito ayuda”.

Suspiró, exasperado, y abrió la puerta de golpe. “Sal. No voy a estropear el coche. Llama un taxi o algo”.
No lo podía creer. “¿Qué dices? No puedo ir sola”.

“No tengo tiempo. Mis padres me esperan. No voy a perderme este viaje porque tú estés histérica”. Y entonces, ante mis ojos atónitos, Gonzalo sacó mi maleta del maletero, la dejó en la acera y se marchó, dejándome sola en la calle mientras la primera contracción comenzaba a apretar mi vientre.

Reuní las pocas fuerzas que me quedaban y llamé a una ambulancia. Justo entonces, un coche se detuvo a mi lado. “¿Almudena?”, dijo una voz familiar. Era Lucía, la vecina que vivía unas casas más allá. Bajó con expresión preocupada. “¡Se te ha roto la fuente! Sube, te llevo”.

Todo el camino hasta el hospital, me sostuvo la mano, ofreciéndome consuelo. “¿Dónde está tu marido?”, preguntó con suavidad. No contesté. Miré por la ventana, con lágrimas rodando en silencio.

Lo siguiente que supe fue despertar bajo las frías luces fluorescentes del hospital. Al abrir los ojos, Lucía estaba a mi lado, sosteniendo una taza de café humeante.

“Estás despierta”, susurró. “Tú y el bebé estáis bien”.

“Mi bebé…?”.

“Es una niña. Es perfecta”, dijo Lucía, apretándome la mano. “Todo salió bien”.

Poco después, la puerta se abrió de golpe y entraron mis padres. Mi madre se abrazó a mí, llorando. Mi padre, siempre estoico, parecía sacudido, con los ojos rojos. “Lo sentimos mucho, Almudena”, dijo mi madre entre lágrimas. “Deberíamos haber estado aquí para ti”.

Lucía se iba ya cuando se giró y añadió: “Hay algo más. Después de traerte, Gonzalo me llamó. No contesté. Dejó un mensaje. Solo una pregunta: ‘¿Está Almudena bien?'”.

Me reí con amargura. Eso era todo lo que tenía que decir después de dejarme tirada en la calle.

Lucía me miró directamente. “Si alguna vez necesitas que alguien hable por ti, yo lo vi todo. Testificaré”.

Esa noche, una enferY así, rodeada del amor de mis padres, de la lealtad de Lucía y con mi hija entre los brazos, comprendí que la vida, aunque dura al principio, siempre encuentra la manera de endulzarse al final.

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