Me senté en un banco de madera fuera del Hospital Clínico de Madrid, apretando mis manos hasta que los nudillos se pusieron blancos. El aire primaveral traía el dulce aroma de los almendros en flor, pero nada llegaba a mí. Mi marido, Daniel Gutiérrez, estaba en la unidad de cuidados intensivos tras esas paredes, luchando por su vida contra un enemigo que nunca vimos venir.
Daniel solía ser invencible. Era el tipo de hombre que trabajaba doce horas al día haciendo muebles a medida, volvía a casa y aún tenía energía para cocinar la cena. Tenía esa sonrisa que te hacía creer que todo iba a salir bien. Era mi lugar seguro, mi tierra firme, y ahora, viéndolo debilitarse, sentía que me hundía en arenas movedizas.
Hace seis meses, creíamos que teníamos toda una vida por delante. Luego, una noche, llegó a casa pálido y exhausto. El cansancio persistió, se profundizó y se convirtió en moratones inexplicables y noches en las que le costaba respirar. El médico dijo palabras que parecían irreales: anemia aplásica. Su propio cuerpo estaba destruyendo su médula ósea, cerrando la fábrica que producía su sangre. Sin un trasplante de células madre, dijeron, había pocas esperanzas.
Intenté ser fuerte, sujetando su mano y susurrando: “Superaremos esto”. Pero cada noche lloraba a solas en el baño. Porque sabía algo que Daniel no. Él había crecido en un orfanato, sin conocer a sus padres, sin siquiera saber si tenía hermanos. Sin familiares cercanos, las posibilidades de encontrar un donante compatible eran casi nulas.
La espera podía durar meses, quizás años, y Daniel no tenía ese tiempo. Hoy mismo, su médico me apartó. Sus palabras me destrozaron. “Lucía, se nos acaban las opciones. Si no encontramos un donante pronto…”. No terminó la frase. No hacía falta.
Me quedé allí, con lágrimas rodando por mis mejillas, sintiéndome inútil. Era enfermera; dedicaba mi vida a ayudar a otros a sanar. Pero no podía salvar al hombre que más amaba. El dolor ya empezaba a cerrar su puño helado alrededor de mi corazón. Y entonces, como si el mundo no fuera suficientemente cruel, escuché algo. Una conversación que lo cambiaría todo.
Conocí a Daniel en una noche en la que la vida parecía ligera y normal. Acababa de terminar mi último examen de enfermería y mis amigas me arrastraron a un pequeño café en el centro de Madrid. Lo recuerdo entrando, con los vaqueros manchados de serrín, con esa seguridad callada que te hace mirar dos veces. Sonrió tímidamente cuando nuestros ojos se encontraron y preguntó si el asiento frente a mí estaba libre. Hablamos durante dos horas de todo y de nada. Cuando se reía, le salían arruguitas en los ojos, y algo en mí lo supo.
Dos años después, estábamos bajo un viejo olivo, diciendo nuestros votos. Llevaba los pendientes de perlas de mi madre, y Daniel lloró sin pudor cuando me vio caminando hacia él. Nos mudamos a una pequeña casa que él insistió en reformar él mismo. Y lo hizo. Pasaba los fines de semana lijando suelos, construyendo estanterías e incluso hizo una mecedora para mí como regalo de aniversario. Esa silla sigue en nuestro porche.
La vida se sentía plena, aunque no fuera perfecta. Lo único que faltaba eran hijos. Lo intentamos durante años. Los médicos dijeron que mi cuerpo no colaboraba. Cada test negativo me hacía sentir un poco más rota. Pero Daniel nunca me culpó. Me abrazaba en esas noches en las que lloraba, susurrando: “Lucía, esto no cambia lo mucho que te quiero”.
“Te mereces una mujer que te dé una familia”, sollozaba yo.
Él me levantaba la barbilla con suavidad hasta mirarme a los ojos y decía: “Lucía, no me casé contigo por los hijos. Me casé contigo por ti. Tú eres mi familia”.
Así era Daniel: firme, amable, desinteresado. Cuando enfermó, el mundo que conocíamos se derrumbó. Y aún así, incluso débil y pálido, seguía intentando ser el fuerte.
Una tarde, tras otra ronda de transfusiones, el médico me dio las malas noticias. Salí al patio del hospital, desesperada por aire. Entonces lo oí. Dos empleados hablaban cerca, sin saber que podía escucharlos.
“¿Sabes el tío de la UCI, Gutiérrez? Se parece tanto a ese chico que vive en Valdepeñas. Juro que es como ver a la misma persona”.
Mi corazón se detuvo. Valdepeñas, un pueblecito a un par de horas. ¿Podría ser casualidad? ¿O significaría que Daniel tenía familia allí, alguien compatible? Por primera vez en semanas, sentí algo que no me atrevía a sentir: esperanza.
A la mañana siguiente, pedí un permiso urgente, hice la maleta y conduje hasta allí. La autovía dio paso a carreteras serpenteantes y a las colinas de Valdepeñas. Aparqué cerca de una tienda de ultramarinos, agarrando una foto de Daniel en el móvil.
“Disculpe”, le dije al tendero, un hombre de cincuenta años con ojos amables. “Busco a alguien. No sé su nombre, pero dicen que se parece a esto”. Le enseñé la foto.
Sus ojos se abrieron de golpe. “Debes de hablar de Javier Morán. Vive por los campos de trigo, en la Carretera de los Olivos. Sí, se parece bastante”.
Mis manos temblaban en el volante mientras conducía hacia lo que podía ser la respuesta a todas mis plegarias. La casa era vieja y desgastada. Llamé a la puerta, y apareció un hombre, más alto de lo que esperaba, con pelo castaño claro. Sus ojos… me faltó el aire. Eran del mismo azul intenso que los de Daniel.
“¿Necesitas algo?”, preguntó con voz profunda y cautelosa.
Le enseñé el móvil con manos temblorosas. “Este… es mi marido. Se llama Daniel Gutiérrez. Dicen que os parecéis”.
Frunció el ceño, mirando la pantalla. Su expresión cambió: confusión, incredulidad, algo casi doloroso. “No me lo puedo creer”, dijo, mirándome de nuevo, más suave. “¿Quién eres tú?”
“Lucía. Su mujer. Está en el hospital. Muy enfermo. Necesita un trasplante de médula”. Se me quebró la voz. “Dijeron que no tiene familia. Pero luego oí hablar de ti y… tenía que venir”.
Javier Morán se sentó frente a mí, inclinándose hacia adelante. Miró la foto de nuevo, negando despacio. “Creo… creo que podría ser mi hermano”.
Esas palabras me golpearon tan fuerte que casi no pude respirar.
“Nuestra madre”, explicó, “tuvo muchos hijos. Cuando yo era pequeño, tuvo otro niño, un bebé. Dijo que”Lo dejó en el hospital y firmó unos papeles, pero yo nunca lo olvidé, siempre me pregunté qué sería de él”, dijo Javier con la voz quebrada, mientras extendía la mano hacia la foto de Daniel como si tocara un milagro.