El día que di a luz a mi precioso bebé, Mateo, pensé que sería el día más feliz de mi vida. Pero una traición inesperada destrozó mi mundo, dejándome destrozada y sola. Hice las maletas y me fui con nuestro recién nacido, obligando a mi marido a enfrentarse a sus prioridades.
Hace unas semanas, traje a Mateo al mundo después de un embarazo difícil lleno de noches sin dormir y preocupación constante. Pero en el momento en que lo sostuve en mis brazos, todo valió la pena.
El plan era sencillo: mi marido, Adrián, vendría a buscarnos al hospital y empezaríamos nuestra nueva vida en familia. Me imaginaba a él sosteniendo a Mateo, con los ojos brillando de felicidad. Esa imagen me ayudó a superar los días más duros.
El día del alta, estaba emocionadísima. Mateo iba envuelto en una mantita suave, y cada sonidito que hacía me derretía el corazón.
No dejaba de mirar el reloj, cada minuto pasaba más lento que el anterior. Adrián debía estar allí. Miré el móvil —ni llamadas perdidas ni mensajes. La emoción se convirtió en preocupación.
«¿Estás bien?», me preguntó la enfermera, notando mi inquietud.
«Creo que sí», respondí, sin estar segura. «Mi marido se está retrasando».
Llamé a Adrián, pero fue al buzón de voz. Envié mensajes, cada uno más desesperado. Pasó una hora y ni rastro de él. Mi mente se aceleró: ¿había tenido un accidente? ¿Estaba herido?
Por fin, el móvil vibró. Sentí alivio, pero se esfumó al leer el mensaje: «Perdona, cariño, llegaré una hora tarde. Estoy en el centro comercial. Hay unas rebajas brutales en mi tienda de zapatillas, no me lo podía perder».
Me quedé mirando la pantalla, sintiendo que el suelo se abría bajo mis pies. Las manos me temblaban mientras sostenía a Mateo, con el corazón a mil. ¿Cómo podía hacer eso? Ahí estaba yo, con nuestro hijo recién nacido, lista para empezar nuestra vida juntos, y él comprando zapatillas.
«¿Te encuentras bien?», preguntó la enfermera, con voz suave pero preocupada.
Las lágrimas brotaron. «Está… en el centro comercial. Por unas rebajas de zapatillas».
Sus ojos se abrieron como platos, sin dar crédito, y no dudó ni un segundo. «Yo te llevo a casa», dijo con firmeza. «No deberías pasar por esto sola».
«¿Estás segura?», pregunté, dividida entre la gratitud y la humillación.
«Totalmente», afirmó, cogiendo el portabebés de Mateo. «Ya has pasado suficiente. Déjame ayudarte».
El camino a casa fue un silencio espeso. Apenas podía mirar a Mateo sin que se me cerrara la garganta. Este día debería ser feliz, arruinado por algo tan trivial.
Al llegar, respiré hondo. Dentro, Adrián estaba en el sofá, rodeado de bolsas de la compra, sonriendo orgulloso ante sus nuevas zapatillas.
Alzó la vista y, al ver mi cara manchada de lágrimas, su sonrisa se desvaneció en confusión. «¿Qué pasa?», preguntó, sin tener ni idea.
«Adrián», dije con la voz temblorosa de rabia y dolor, «¡no viniste a buscarnos al hospital porque estabas comprando zapatillas! ¿Sabes lo mucho que me has hecho daño?».
Cayó en la cuenta, pero lo que dijo después fue peor: «Pensé que podíais coger un taxi. No creí que fuera para tanto».
No lo podía creer. No era el viaje, sino lo que significaba. No estuvo ahí, eligiendo zapatillas antes que a su familia. Mi mundo se desmoronó, y solo quería irme, pensar, respirar.
La enfermera me tocó el hombro con delicadeza. «Si necesitas algo, llama al hospital», susurró.
«Gracias», contesté, entrando en casa, sintiéndome más sola que nunca.
Necesitaba que Adrián entendiera lo que había hecho. El corazón me latía con fuerza mientras preparaba una maleta para Mateo y para mí. Cada prenda que doblaba era como un pedazo más de confianza que se rompía.
Los gorjeos de Mateo chocaban con la tormenta dentro de mí. Adrián, aún ajeno, miraba desde el sofá.
«¿Lucía, qué haces?», preguntó, por fin intuyendo que algo iba mal.
«Me voy», dije, evitando su mirada. «Necesito tiempo para pensar, y tú necesitas aclarar tus prioridades».
Se levantó de un salto, bloqueándome el paso. «Espera, hablemos. No puedes irte».
«Te he dejado una nota», solté fríamente. «Léela cuando me haya ido».
Pasé a su lado, sintiendo su mirada pesada en mi espalda. Ajusté a Mateo en su sillita, con las manos temblorosas. El trayecto a casa de mi hermana fue un borrón, la mente llena de pensamientos dolorosos.
Mi hermana abrió la puerta, con una mezcla de preocupación y confusión en la cara. «Lucía, ¿qué ha pasado?».
«Adrián…», empecé, con la voz quebrada. «Prefirió unas zapatillas antes que a nosotros».
Sus ojos se abrieron, pero no insistió. Me abrazó fuerte y nos hizo pasar.
Durante una semana, las llamadas y mensajes de Adrián inundaron mi móvil. Cada uno me apretaba el pecho de culpa y tristeza. Sus mensajes iban de disculpas frenéticas a notas de voz llorosas, pero los ignoré. Necesitaba que sintiera el vacío que había creado.
Se presentó en casa de mi hermana cada día, llamando y suplicando. Mi hermana se mantuvo firme, rechazándolo. «No está preparada, Adrián», le decía.
Una tarde, con la puesta de sol, mi hermana me puso una mano en el hombro. «Lucía, quizá deberías hablar con él. Parece… destrozado».
Dudé, pero sabía que tenía razón. No podía evitarlo para siempre. Acepté verlo al día siguiente.
Cuando Adrián llegó, me impactó su aspecto. Estaba hecho un desastre —desaliñado, con ojeras marcadas. Las lágrimas cayeron en cuanto me vio.
«Lucía», balbuceó, «lo siento muchísimo. Fui un imbécil. No me di cuenta del daño que te hice. Por favor, déjame arreglarlo».
Abracé a Mateo, con el corazón encogido por su dolor. «Adrián, esto no es por no venir al hospital. Es lo que significa. Nuestra familia debe ser lo primero, siempre».
Asintió, secándose las lágrimas. «Lo sé. Cambiaré. Estoy yendo a un psicólogo para trabajar en mis prioridades y comunicación. Por favor, dame una oportunidad».
Lo estudié, viendo remordimiento genuino en su mirada. «Te daré una, Adrián. Pero si nos fallas otra vez, me iré para siempre».
El alivio le inundó la cara, y dio un paso hacia mí, pero lo paré. «Una cosa más», dije firme. «Hasta que demuestres que estás listo para ser un padre y marido responsable, te encargarás tú solo de Mateo. Sin excusas».
Pareció sorprendido, pero asintió. «Lo que sea, Lucía. Haré lo que sea».
Le entregué a Mateo, observando cómo se debatía para acostumbrarse. No tenía idea de lo que le esperaba, pero necesitaba que aprendiera lo que implicaba cuidar de nuestro hijo.
Durante dos semanas, Adrián se ocupó de todo —pañales, tomas nocturnas, baños, tareas. Los primeros días fueron un caos, llenos de confusión.
«Lucía, ¿cómo hago para que deje deCon los días, Adrián aprendió a calmar sus llantos con canciones desafinadas y se volvió experto en cambiar pañales sin mancharse entero, demostrando que, al fin, había entendido lo que realmente importaba.