La primera vez que conocí a Daniel fue en una cafetería a las afueras de Las Rozas. Llevaba una llamada en el móvil, una bolsa de cruasanes y una cartera que se negaba a colaborar. Cuando sus tarjetas se esparcieron por el suelo, me arrodillé para ayudarle.
“Gracias”, dijo con timidez. “Juro que no suelo ser un desastre así”.
Sonreí. “Tranquilo, todos tenemos días así”.
Así empezó todo. Daniel tenía una presencia serena, como un bálsamo para el caos al que estaba acostumbrada. Recordaba que me gustaba la canela en el café, me mandaba mensajes para asegurarse de que llegaba a casa y nunca me hizo sentir que tuviera que ganarme su afecto.
Después de años saliendo con hombres emocionalmente ausentes, que trataban las relaciones como distracciones pasajeras, Daniel me pareció algo sólido. Como un hogar.
“Tengo un hijo”, me confesó durante la cena de nuestra tercera cita. “Javier. Tiene trece años. Su madre se fue cuando él tenía ocho. Desde entonces, somos solo él y yo”.
“Me encantaría conocerle”, dije.
Su rostro se iluminó. “¿En serio? La mayoría de mujeres salen corriendo”.
“Yo no corro”, sonreí. “A menos que me des motivos”.
Conocer a Javier fue… complicado. Era educado, sí, pero distante. Como si hubiera levantado una fortaleza emocional con carteles de “No pasar” en cada esquina.
“Tu padre dice que te gusta la astronomía”, intenté una noche durante la cena.
“A veces”, respondió.
“A mí me encantaba mirar las estrellas. Tal vez podríamos—”
“Prefiero hacerlo solo”.
Daniel le lanzó una mirada. “Javier, sé educado”.
“Lo estoy siendo, papá”.
Y lo era, técnicamente. Pero nunca me dejó entrar. Respondía con expresión inexpresiva, usando “señorita” como si fuera una profesora, no alguien que intentaba conectar.
Una noche, me ofrecí a ayudarle con los deberes. Me miró y dijo, frío: “No eres mi madre”.
“Lo sé”, respondí con calma. “Y no lo intento”.
Mantuvo mi mirada un instante antes de volver a sus ejercicios. Aquel muro nunca se resquebrajó.
Aun así, seguí intentándolo. Y Daniel me tranquilizaba: “Llegará. Lo ha pasado mal. Necesita tiempo”.
Le creí.
Nos prometimos una tarde lluviosa de noviembre. Se arrodilló en nuestro restaurante favorito, con las manos temblorosas y los ojos llenos de lágrimas. Dije que sí, el corazón rebosante de esperanza.
Cuando se lo contamos a Javier, forzó una sonrisa y murmuró: “Enhorabuena”.
Por un instante, pensé que avanzábamos.
Me equivoqué.
La mañana de la boda era perfecta. El jardín del cortijo brillaba bajo el sol, las rosas blancas caían en cascada sobre cada arco. Mi vestido parecía hecho de ilusión, la maquilladora había hecho milagros, y todo parecía un sueño.
Excepto porque no podía dejar de caminar de un lado a otro.
Estaba revisando mi ramo por décima vez cuando llamaron a la puerta.
“¡Adelante!”, llamé, esperando ver a mi dama de honor.
Pero era Javier.
Parecía incómodo con su traje, cambiando el peso de un pie a otro, el rostro pálido.
“Oye”, murmuró. “¿Podemos hablar? En privado”.
Parpadeé. “Claro. ¿Va todo bien?”.
“Aquí no. ¿Podemos salir?”.
Le seguí por un pasillo lateral hasta el patio del jardín. A lo lejos, los invitados charlaban, pero aquí reinaba el silencio.
“Javier, ¿qué pasa?”.
Alzó la vista, sus ojos oscuros llenos de una tensión que no entendía.
“No te cases con mi padre”.
Las palabras me golpearon como un cubo de agua fría.
“¿Qué?”.
“Sé que pensarás que soy un niño”, dijo rápido. “O que no me caes bien. Pero sí me gustas. Eres amable, divertida, y haces las mejores tortitas que he probado. Y nunca gritas cuando olvido quitarme los zapatos llenos de barro”.
“Entonces… ¿por qué dices esto?”.
“Porque él te hará daño”.
Se me cerró la garganta. “Javier, ¿de qué hablas?”.
Sacó un sobre grueso de su chaqueta y me lo tendió con manos temblorosas.
“Esto debes verlo”.
Dentro había notificaciones de deudas, documentos judiciales y correos entre Daniel y alguien llamado Álvaro.
Los mensajes me helaron la sangre.
“No tiene familia, la casa es suya y tiene una cuenta repleta. Cásate, espera dos años, reclama daño moral y vete con la mitad. Es fácil, tío”.
“Se lo está tragando. Te dije que el encanto funciona. Estoy ahogado en deudas. Esto me salvará”.
Miraba las palabras hasta que se difuminaban.
“¿Cuánto hace que lo sabes?”, pregunté.
“Le oí hablando con el tío Álvaro hace semanas”, susurró. “Alardeaba de convencerte para firmar todo al final. No quería creerlo al principio”.
Le miré, las lágrimas amenazando.
“¿Y tú…? ¿Robaste su móvil?”.
Asintió. “Es descuidado. Sé su contraseña. Imprimí todo en el colegio. Pensé que si me mostraba frío, te alejarías”.
“Ay, Javier…”.
“No sabía qué hacer. No quería arruinar todo si me equivocaba. Pero tenía que decírtelo antes de que fuera tarde”.
“No te equivocaste”, dije, abrazándole. “Intentabas protegerme”.
Llamé a Miguel, mi amigo de toda la vida y abogado, que debía acompañarme al altar. Al mostrarle el sobre, palideció.
“Necesito un acuerdo prenupcial blindado”, le dije. “Todo lo que es mío, sigue siendo mío. Sin trampas”.
“¿Estás segura?”.
“Completamente”.
Lo redactó y se lo llevó a Daniel.
Minutos después, los gritos resonaron en el jardín.
Daniel irrumpió en la habitación, rojo de ira.
“¿Qué coño es esto? ¡Un prenupcial ahora!”.
“Fírmalo”, dije en voz baja.
“Jamás. Es un insulto”.
“Entonces, no hay boda”.
Su expresión se deformó. “Lucía, te amo”.
“Amas la idea de vaciar mi cuenta y empezar de cero”.
“¡Estás loca!”.
Levanté el sobre. “Lo sé todo, Daniel. Los correos. Las deudas. El plan”.
Su rostro pasó de la rabia al pánico.
“Eso no es lo que parece”.
“¿No?”, pregunté. “Tu propio hijo lo confirmó”.
Daniel miró a Javier, que estaba detrás de mí. “Pequeño traidor”.
“Ni se te ocurra”, intervine, colocándome entre ellos. “Hizo lo correcto. Lo único correcto”.
“Te equivocas”.
“No, Daniel. Casi lo hago. Pero, por suerte, alguien tuvo el valor de evitarlo”.
Quedó allí, con la mandíbula apretada, los puños cerrados, hasta que arrugó el papel y lo tiró al suelo.
“Se acabó”, dije.
Y salí de la habitación, recorrí el pasillo y pasé frente a todos los invitados que esperaban verme casada.
“La boda está cancelada”, anuncié con calma. “Gracias por venir”.
Me fui con Javier. El sol parecía más cálido que nunca.
“¿Estás bien?”, preguntó en el coche.
“Lo estaré”, sonreí. “Gracias a ti”.
“¿Me odias?”.
“Jamás. Me salvaste, Javier. Me diste un futuro que aún puedo proteger”.Tres años después, recibí una foto de Javier graduado del instituto, su sonrisa sincera diciendo más que mil palabras, y supe que aunque la vida nos había separado, habíamos encontrado en el otro algo más valioso que el amor: la lealtad.