Los moteros me encontraron escondida bajo el puente con mi bebé y se negaron a marcharse hasta que les conté quién me había hecho esto.
Cinco hombres enormes con chalecos de cuero rodearon la caja de cartón donde llevaba viviendo tres semanas. Cuando vieron a mi hija de dos meses envuelta en mi chaqueta sucia, el más grande de ellos rompió a llorar.
Me llamo Lucía y tengo dieciséis años. Bueno, los cumplí cuando todo pasó. Ahora tengo diecisiete. Pero entonces era una madre adolescente viviendo bajo un puente en noviembre, con un recién nacido y solo quince euros en el bolsillo.
Huir del hogar de acogida fue mi única opción cuando estaba de siete meses. Mi padre de acogida se enteró del embarazo y me dio dos opciones: abortar o irme.
Me negué. Así que me echó. Literalmente tiró mi ropa en una bolsa de basura y me ordenó que no volviera jamás.
Nadie me creyó cuando intenté explicar la verdad. Que mi padre de acogida me violaba desde los catorce. Que el bebé era suyo. Que no tenía a dónde ir.
Los servicios sociales dijeron que mentía para evitar las consecuencias de “andar con cualquiera”. Mi trabajadora social afirmó que inventaba acusaciones por rebeldía. La policía alegó que no había pruebas y que yo tenía “problemas de conducta”.
Así que viví en la calle. Siete meses, ocho, nueve. Dormí en parques, estaciones de autobuses y bajo puentes. Comí de contenedores. Robé cuando no tuve más remedio.
Di a luz a mi hija en el baño de una gasolinera a las tres de la madrugada. Sola. Sin médico. Sin analgésicos. Solo yo, el terror y el dolor. Mordí mi chaqueta para no gritar. Corté el cordón con una navaja robada en una tienda.
La llamé Esperanza. Porque era lo único que me quedaba.
Durante dos meses, la mantuve viva. No sé cómo. La amamanté aunque estaba famélica. La abrigué cuando me congelaba. La protegí de los hombres que merodeaban de noche buscando chicas vulnerables.
Pero me estaba muriendo. Lo sabía. Sangraba demasiado. No había parado desde el parto. Cada día más débil. Apenas podía levantarme. Sabía que, si no recibía ayuda pronto, Esperanza moriría también. Porque yo moriría primero y ella se quedaría sola.
Estaba planeando cómo entregarla. Cómo dejarla en un sitio seguro donde alguien la encontrara y la cuidara. Un hospital. Una comisaría. Un lugar con esperanza.
Eso pensaba cuando los moteros nos encontraron.
Primero escuché las motos. El rugido de los motores bajo el puente. Agarré a Esperanza y me escondí más dentro de la caja. Los moteros eran peligro. Hombres que podrían hacerme daño. Robarme a mi niña.
Pero no se fueron. Apagaron los motores. Oí botas en la grava. Voces graves hablando.
—Aquí vive alguien.
—Sí, y hace poco. Mira los envoltorios de comida.
—¿Hola? ¿Hay alguien? No vamos a hacerte daño. Solo echamos un vistazo.
Me quedé callada. Apreté a Esperanza. Ella empezó a gimotear y la pegué a mi pecho, rogando que no llorara.
—Oigo un bebé.
Mi corazón se detuvo.
Pasos pesados se acercaron. Cerré los ojos. Esto era el fin. Se llevarían a Esperanza. O algo peor.
—Dios mío. —La voz sonó conmocionada, horrorizada—. Hay una chica. Y un bebé. Es solo una niña.
Abrí los ojos. Cinco hombres rodeaban mi caja. Todos enormes. Todos con chalecos de cuero y parches que no entendía. Todos mirándome como si fuera un fantasma.
El más grande —el que había hablado— se arrodilló. —Cariño, ¿cuántos años tienes?
No pude hablar. Solo negué con la cabeza.
—Tranquila. No te haremos daño. Lo prometo. —Su voz era suave, pese a su tamaño—. Me llamo Raúl. Soy veterano. Estos son mis hermanos. Ayudamos a gente sin hogar bajo puentes. Buscamos a quienes necesitan ayuda.
Hizo una pausa, observándome. Sabía lo que veía. Una chica de dieciséis años, esquelética, cubierta de suciedad y sangre. Un bebé envuelto en una chaqueta mugrienta. Una caja de cartY, desde aquel día, bajo el cielo de Madrid, aprendí que a veces los ángeles llevan chaquetas de cuero y ruedan sobre dos ruedas.





