Estaba a mitad de arreglar el gallinero cuando vi a Cebada, mi viejo labrador amarillo, trotando por el camino de tierra como siempre hace después de su aventura matutina. Pero esta vez no iba solo. Detrás de él venía un caballo castaño oscuro con una silla de cuero desgastada, las riendas arrastrándose en el polvo, y Cebada las llevaba en la boca como si estuviera orgulloso de traerlo a casa.
Me quedé ahí, martillo en mano, preguntándome si estaba alucinando. No teníamos caballo, al menos no desde que mi tío murió y vendimos la mayoría del ganado.
Cebada se detuvo frente a la verja, moviendo la cola y con la lengua fuera, como si me hubiera traído el palo más grande del mundo. El caballo esperaba tranquilo, sin marca visible. La sella mostraba uso, pero estaba intacta. Lo primero que hice fue revisar la cámara de vigilancia que tenemos en el cercado. Vi a Cebada correr hacia el bosque sobre las 7:40 y, veinte minutos después, regresar guiando al caballo como si fuera lo más normal.
Ese bosque se extiende por terrenos privados, unos cultivados, otros abandonados. El vecino más cercano en esa dirección es Doroteo, pero él no tiene caballos, al menos no en los últimos cinco años.
Le di agua al caballo, busqué identificación y llamé a todos: la Guardia Civil, el veterinario local, incluso publiqué en el tablón del pueblo. Nadie lo reclamó.
Pero al atardecer, alguien llegó en una furgoneta roja y se quedó frente a la verja sin bajar. Solamente esperó un momento, con el motor encendido, y luego se marchó.
A la mañana siguiente, encontré huellas de neumáticos junto a la valla, el mismo dibujo que la furgoneta. Parecía que había vuelto de madrugada. Sentí un nudo en el estómago. Quien fuera, no solo era curioso: estaba vigilando.
Mantuve al caballo en el corral trasero, le di heno y lo cepillé. Era dócil, amable. Comencé a llamarla Margarita, no sé por qué, pero le quedaba bien.
Pasaron dos días sin que nadie la reclamara. Al tercero, recibí una llamada de número oculto. Una voz ronca, como si hubiera fumado demasiado:
“Ese caballo no es tuyo.”
Mantuve la calma. “No he dicho que lo sea. He intentado devolverlo.”
Un largo silencio.
“Se escapó. Lo quiero de vuelta.”
Pregunté: “¿Y por qué no ha venido a buscarlo?”
Colgó.
Esa noche no dormí bien. Cada ruido me despertaba. A las 2:30, Cebada empezó a gruñir frente a la puerta, algo que casi nunca hace. Miré por la ventana y ahí estaba, las luces de la furgoneta roja en el camino.
Esta vez salí al porche con la escopeta en mano, sin apuntar. La furgoneta se detuvo un momento y luego se marchó.
Algo no cuadraba. Llamé a mi amiga Esperanza, que trabajó en un refugio equino, y le pedí que viniera. Al ver la silla, frunció el ceño.
“Este equipo es de domadores aficionados, no profesionales,” dijo, revisando la boca del caballo. “Y estas marcas en sus costillas… alguien la trató mal, la exigió demasiado.”
También notó algo más: un pequeño tatuaje en el interior de la oreja de Margarita, descolorido pero legible.
Hizo una foto y llamó a contactos. Resultó que Margarita había sido reportada como desaparecida por un santuario en otra provincia tres meses antes. La habían adoptado con documentos falsos y luego desapareció.
Llamé al santuario y les conté todo. Se mostraron agradecidos. El adoptante tenía antecedentes de malos tratos, compraba animales baratos y los revendía, o los abandonaba si no podía sacar beneficio.
Creo que Cebada la encontró atada en el bosque y la trajo a casa, como si supiera que no pertenecía allí.
Días después, una voluntaria del santuario vino a buscarla. Antes de que se marchara, me senté con Margarita en el corral, cepillándola una última vez. Cebada se acurrucó cerca, moviendo la cola.
“Lo hiciste bien, chaval,” le dije. “Muy bien.”
La furgoneta roja nunca volvió. Quizá entendieron que alguien los había descubierto, o no quisieron problemas cuando los verdaderos dueños aparecieron.
Esto me enseñó algo: a veces, hacer lo correcto significa meterse en el lío de otro. Es incómodo, incierto, pero vale la pena.
Y a veces, el héroe no es quien tiene las respuestas o los planes, sino quien lleva una correa en la boca, guiando a alguien perdido de vuelta a casa.
Cebada es solo un perro, pero esa semana me recordó lo que pueden lograr la lealtad, el instinto y el corazón.