Mi refugio con un misterioso desconocido mientras él malgastaba nuestro futuro

Había días en los que despertabas con esa sensación extraña, como si algo estuviera a punto de cambiar. No algo bueno ni malo, simplemente diferente. Así amanecí aquel lunes de febrero. Todo comenzó como de costumbre: hice café, mientras Javier ya estaba sentado a la mesa, absorto en su teléfono. En silencio. Solo sus dedos golpeaban nerviosos contra la mesa.

—Lucía, escucha —rompió el silento al fin—. Mañana me voy.

Casi se me cayó la cuchara de las manos.

—¿Adónde?

—Al sur. Sol, playa, descansar por fin. Ya tengo el billete.

Quedé inmóvil, revolviendo el café que ya se enfriaba, mientras la mente me daba vueltas. ¡Llevábamos dos años ahorrando para unas vacaciones juntos! Cada mes, nos privábamos de cosas. Hasta pospuse el abrigo que tanto quería por este viaje.

—¿Y yo qué? Aún no me han aprobado los días libres.

—¿Y qué? —se encogió de hombros—. ¿Crees que esto es fácil para mí? Los nervios no aguantan más esta rutina.

Sus nervios… ¿Y los míos no importaban?

—Pero el dinero era de los dos, lo guardamos juntos…

—¿Y qué? —se levantó de golpe—. ¡Yo también trabajo y decido cuándo descansar!

Ahí fue cuando empecé a sospechar. Últimamente, se comportaba como un extraño. Llevaba el teléfono a todas partes, incluso al baño. Antes ni lo miraba.

Mientras lo veía hacer la maleta, noté unos bañadores nuevos y una camisa colorida que jamás se habría puesto. ¿Cuándo los había comprado?

—Si sobra dinero, te traeré un imán —dijo cerrando la maleta.

Un imán… Qué generoso.

La puerta se cerró de golpe. Me quedé sola. Quizá estaba exagerando. Tal vez solo necesitaba desconectar. Quizá ni siquiera pensó en mí.

Me senté, reflexionando, cuando su teléfono, olvidado en la mesa, vibró. La pantalla se iluminó con un mensaje. La contraseña ocultaba el texto, pero las primeras palabras eran visibles: *”Cariño, ya estoy en el aeropuerto. Te espero en…”*

*”Cariño”*. No me llamaba así desde hacía años. Decía que éramos adultos, que esos nombres infantiles ya no iban con nosotros.

Diez minutos después, volvió por el móvil. Al verme, su mirada se tornó fría.

—¿Qué haces aquí?

—En mi casa —respondí—. ¿Hay algún problema?

Tomó el teléfono, revisando si lo había tocado. Me dio un beso condescendiente en la frente.

—No te pongas así. Te traeré algo cuando vuelva.

Y se marchó.

Me quedé sentada. El corazón me latía con fuerza: ¿quién era ese *”cariño”*? ¿Por qué actuaba tan nervioso?

De pronto, algo en mí despertó. Me vestí rápidamente y me dirigí al aeropuerto. El taxi era caro, pero ya no me importaba. Necesitaba la verdad.

Y la vi. Abrazos, risas, una chica de unos veinticinco años, pelo largo, figura esbelta, luciendo la camisa que había visto en nuestro armario. Javier le susurraba algo al oído, y ella se reía mientras se apoyaba en él.

Año y medio ahorrando para estar juntos. Y todo ese tiempo, él planeaba con otra.

Quise acercarme, gritarle, incluso golpearlo. Pero ya se dirigían a la puerta de embarque. Demasiado tarde.

Salí al exterior, me senté en un banco y rompí a llorar. No un llanto suave, sino uno desgarrado, como si me arrancaran el corazón. La gente miraba, pero ya nada me importaba.

Empezó a nevar. Primero, copos finos; luego, más gruesos. Yo seguía ahí, helada, incapaz de levantarme.

Una voz resonó a mi lado:

—Señorita, ¿está bien?

Me giré. Un hombre, con ropa gastada, el rostro curtido por el frío, me miraba con preocupación.

—¿Necesita ayuda? —preguntó.

—¿Yo? —sonreí amargamente—. A mí ya nada me ayuda.

—Nada es tan malo como parece —respondió con calma—. Pero, por casualidad… ¿no sabrá de algún trabajo? Aunque sea temporal.

Lo miré y pensé: ambos habíamos perdido algo hoy. Solo que él, al menos, no ocultaba su derrota.

—Mire —dije al fin—, venga a mi casa. Comerá algo caliente, se recuperará.

—¿En serio? —se sorprendió—. Pero si no me conoce.

—¿Es usted un psicópata? —pregunté.

—No —sonrió—. La vida simplemente me ha llevado por este camino.

—Pues vamos. De todos modos, en casa no hay nada; Javier se lo comió todo antes de irse.

El taxista refunfuñó, pero al ofrecerle más dinero, cedió.

Por el camino, se presentó: Daniel. Ingeniero, había perdido su empleo y luego su casa. Su esposa se fue con su madre, diciendo: *”Cuando tengas trabajo, vuelves”*.

Ya veía. Cada uno con su cruz.

En casa, se acercó a la calefacción, calentándose las manos.

—Puede ducharse —le ofrecí—. Las toallas están en el armario, al igual que la bata de Javier.

—¿Está segura? —dudó.

—Totalmente. Mi marido está ahora en la playa con su amante, así que la bata está libre.

Mientras se bañaba, recalenté sopa. ¿Estaría loca? ¿Invitar a un desconocido? Pero el día entero había sido surrealista, como si el mundo se hubiera vuelto del revés.

Al salir del baño, casi no lo reconocí. Un hombre distinto: cuarenta años, bien parecido, mirada inteligente. Con la bata de Javier, algo holgada, parecía fuera de lugar.

—¿De verdad no es un vagabundo? —le pregunté.

—No —se rio—. Simplemente, la vida me puso a prueba.

En la mesa, comenzamos a hablar. Daniel había trabajado en una constructora, diseñando proyectos. Todo se derrumbó cuando la empresa quebró. Durante meses buscó empleo sin éxito.

—Los ahorros se acabaron pronto —suspiró—. Mi esposa aguantó un tiempo, pero al final dijo: *”No quiero vivir en la miseria”*.

—El amor hasta que aparecen las dificultades —asentí.

—Eso parece.

Le conté mi historia: el aeropuerto, el mensaje del *”cariño”*, el año y medio ahorrando para nada.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Pido el divorcio. La casa es mía, tengo trabajo. Saldré adelante.

—¿Hijos?

—No hubo suerte —suspiré—. Siempre decía que era pronto. Ahora entiendo: nunca quiso.

—Tal vez sea mejor así —dijo con cuidado—. Con un hombre así…

—Ya lo creo. Al menos no tendría que explicarle a un niño por qué su padre se fue de vacaciones con otra.

Tras cenar, pidió ver las noticias. Acepté. Yo me quedé limpiando en la cocina, pero al volver, me dormí en el sillón. Al despertar, alguien me había cubierto con una manta. Daniel ya no estaba. Sobre la mesa, una nota: *”Gracias. Me salvó la vida. Cuando encuentre trabajo, le devolveré el favor.”*

Y sentí tristeza. Como si algo valioso se hubiera ido.

Las semanas siguientes pasaron como un sueño. Presenté los papeles del divorcio. Guardé las cosas de Javier y cambié las cerradurasY cuando la primavera llegó, Daniel y yo nos prometimos bajo el cielo azul de Madrid, comenzando una vida nueva, sin miedo al pasado ni al futuro que juntos construiríamos.

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