Mujer Paralizada Abandonada en su Primera Cita: Un CEO y su Hija la Rescatan5 min de lectura

Serena López observaba cómo el vapor se elevaba de su taza de té, fingiendo fascinación por cómo la luz jugaba con el platillo. La cafetería en la calle Cervantes era de esas con aire parisino: sillas de mimbre y macetas de lavanda. La había elegido porque le parecía valiente disfrutar de una belleza pequeña y cotidiana un martes por la tarde. A sus treinta y dos años, había aprendido que el valor ahora se medía en gestos pequeños, en puntadas de confianza que cosía en una vida que ya no se parecía al mapa que alguna vez había planeado.

Había llegado quince minutos antes, y se sentía ridícula por ello: su vestido beige favorito (aquel que la hacía sentir como la mujer que era antes del accidente), labios pintados de un rojo suave que le recordaba que aún podía reinventarse, el pelo recogido en un moño despeinado que le costó más esfuerzo del que debería. Se sentó en su silla de ruedas en la mesa más cercana a la acera, las manos juntas en el regazo, buscando entre la gente al hombre cuyo perfil le había parecido amable en sus mensajes—Daniel, quien le había preguntado por su arte y por la exposición que mencionó, quien no hizo drama por la silla de ruedas cuando hablaron por mensajes.

Lo vio cruzar la calle justo a la hora acordada. Se detuvo, escaneó el lugar y, cuando su mirada cayó sobre su *silla*, su expresión se cerró como una puerta. Serena lo observó, como si fuera una espectadora ajena. El hombre tecleó algo rápido, y su móvil vibró: *«Lo siento, algo ha surgido. No podré ir. Buena suerte»*.

La boca se le secó. Permaneció inmóvil, como si su cuerpo, que ya había soportado tanto, pudiera aguantar una decepción más sin desmoronarse. Sintió aquel familiar *reduccionismo*: ya no era *Serena*, la persona con horribles costumbres de café y una risa suave, sino *una silla de ruedas*, una historia que hacía que otros se alejaran.

Pensó en irse, por dignidad. *Termina el té antes*, se dijo, como si medio sorbo pudiera reparar su orgullo. Contuvo las lágrimas y sacó un cuaderno de dibujo de su bolso, fingiendo bocetear. Sus manos temblaban tanto que las líneas se convirtieron en un mapa acuarelado.

Entonces, una vocecita irrumpió en la escena como si alguien hubiera volcado un frasco de estrellas en el pavimento.

—Hola —dijo una niña pequeña, seria, como si estuviera a punto de hacer un anuncio importante. Llevaba coletas rubias con cintas rojas y un unicornio de peluche abrazado al pecho, un zapato desatado. Sus ojos azules eran enormes de curiosidad—. ¿Por qué estás triste?

Serena se secó las manos en el vestido y sonrió con esa generosidad que reservaba para niños y perros.
—Estoy bien, cariño. ¿Estás perdida? ¿Dónde está tu…?

—Papá está ahí —dijo la niña, señalando con un dedo pegajoso. Un hombre se acercó, abrigo al viento, como si el peso del mundo lo hubiera retrasado. Tendría unos treinta y tantos—guapo, sí, pero no del tipo que grita; más bien del que llena una habitación con calma. Tenía ese aire de alguien acostumbrado a ser escuchado, la compostura de un CEO que carga con más que su propio almuerzo.

—Lucía —dijo suavemente, pero su mirada se suavizó al posarse en Serena. Notó las huellas de lágrimas, la silla vacía frente a ella, y algo en su rigidez cedió.

—Perdón si te asustó. Tiene la costumbre de escaparse cuando no miro —miró al unicornio—. ¿Es *Brillante*? La semana pasada obligó a todos sus peluches a terminar en *-ante*.

—Brillante —confirmó Lucía, y luego, con la solemnidad de un juez, preguntó lo que los adultos temen responder—: ¿Por qué tienes ruedas?

La cara del padre se nubló en una reprimenda educada. —Lucía, eso es grosero—

—No pasa nada —interrumpió Serena—. Pregunta lo que quieras. —Tomó el peluche que la niña le ofrecía como una ofrenda. El juguete estaba desgastado y olía a protector solar con aroma a plátano. Le sonrió a Lucía; esa sonrisa llegó como un pequeño sol.

—Tuve un accidente —explicó—. Mis piernas no funcionan como las tuyas, así que uso esta silla para moverme. Es como cuando tu padre usa el coche en lugar de caminar.

Lucía asintió, como si el universo volviera a tener sentido. —¿Puedo sentarme contigo? Pareces sola.

Serena rio, suave y sincera. —Me encantaría, si tu padre no se opone.

El hombre dudó un instante, midiendo. —Vale —dijo, y se sentó sin dejar de mirarla—. Yo traeré los cafés mientras me cuentas todo sobre *Brillante*.

Lucía se subió a la silla que Daniel había dejado vacía, colocando el unicornio con cuidado sobre la mesa, como marcando territorio.

—Soy Adrián —dijo él al regresar con dos tazas y un zumo para Lucía, que ella aceptó como un tesoro—. Adrián Montesinos.

—Serena López —respondió ella, avergonzada por el rastro húmedo en sus ojos. Detestaba la lástima; esa palabra le sabía a arena en la boca.

HabY así, entre cafés y risas de niña, Serena comprendió que a veces la vida no se trata de los planes que hacemos, sino de los caminos inesperados que nos llevan a donde realmente pertenecemos.

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