Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo de Castilla, una niña de ocho años fue arrastrada al medio de la calle por sus tíos, que la regañaron y la echaron de casa simplemente por añadir una cucharada extra de leche para sus hermanos gemelos de seis meses, que ardían de fiebre. La niña los abrazó con fuerza mientras sus pies descalzos temblaban sobre el empedrado. De repente, un coche de lujo se detuvo. Un hombre bajó y, con una sola frase, cambió el destino de los tres niños para siempre.
“No lloréis más, Lucas. Mateo, por favor, parad. Lo siento mucho por los dos”. Su voz temblaba de culpa y duda. Era Sofía Jiménez, de ocho años, que vivía bajo el techo de su tío Rodrigo Jiménez y su tía Carmen Morales en un pueblo cercano a Toledo después de que sus padres murieran.
Era delgada y pequeña para su edad. Sus manos temblaban mientras sostenía a sus hermanos gemelos. El cuerpo de Lucas ardía de fiebre. Mateo jadeaba, con los labios secos y agrietados. Ambos lloraban sin parar de hambre. Sofía abrió la despensa y sacó la caja de leche en polvo casi vacía. Miró alrededor, tragó saliva, añadió una cucharada extra y agitó el biberón hasta que el polvo se disolvió. El suave aroma de la leche hizo que los bebés callaran un instante, para luego llorar aún más fuerte.
Sofía susurró como una oración. “Solo esta vez, por favor, parad de llorar. Que no se den cuenta, por favor, Dios mío”. El sonido de unos tacones se detuvo justo detrás de ella. Carmen Morales estaba en el umbral de la cocina, su mirada afilada como cuchillos. “¿Qué crees que estás haciendo, mocosa? Te dije una cucharada al día. ¿No me oíste?” Sofía abrazó a Mateo con fuerza, su voz quebrada. “Tía, tienen fiebre. Por favor, solo esta vez. Prometo que trabajaré más duro”.
Carmen le arrebató el biberón de la mano sin mirar siquiera a los bebés. “Siempre tienes una excusa”. Con un gesto de muñeca, la leche blanca se derramó en el suelo. “Si quieres leche, ve a pedirla a la calle”. Rodrigo Jiménez se levantó finalmente del sillón del salón. Su camiseta oscura olía a tabaco. Se apoyó en el marco de la puerta como si estuviera viendo un espectáculo. “Niña inútil, viviendo de nosotros y todavía queriendo ser lista. Si tienes tanta sed de leche, sal a mendigar. Esta casa no cría ladronas”.
Sofía se arrodilló, con un brazo sosteniendo a Lucas y el otro juntando las manos, su voz quebrándose. “Por favor, tío, tía, mis hermanos tienen fiebre, necesitan leche. Lavaré los platos, fregaré el suelo, haré la colada, trabajaré el doble, lo haré todo yo sola”. Carmen dio un paso al frente, apartó las manos de Sofía y le dio una bofetada. “Ya te lo dije, ¿no lo entendiste?” La agarró del pelo y la arrastró por el suelo. “Levántate y vete. No más, tía, por favor, dejY así, con las manos temblorosas pero el corazón lleno de esperanza, Sofía abrazó a sus hermanos mientras el hombre del coche, don Antonio, les extendía un abrigo y les decía con voz serena: “Vamos, esta noche dormiréis bajo mi techo”.