**Capítulo 1: La Grasa y el Timbre**
El elevador hidráulico siseó al bajar el Seat 600 restaurado al suelo del taller. El lugar olía como a mí me gustaba: a café rancio, goma quemada y desengrasante industrial. El aroma del trabajo honrado. Mis manos estaban cubiertas de mugre negra, tan incrustada que ni un cepillo lograría quitarla en días. No me importaba. Así la gente no me daba la mano, y eso me venía bien.
Me llamo Javier. Pero aquí, en este rincón olvidado de Castilla, todos me conocen como “El Segador” o “El Sargento”. Soy el Sargento de Armas del capítulo local de los Segadores de Acero, un club de moteros. Un título que conlleva peso. Significa que soy el que mantiene el orden. El que resuelve los problemas que las palabras no pueden arreglar. Tengo una cara que parece un mapa de carreteras rurales: cicatrices, años bajo el sol y una barba que esconde una mandíbula rota dos veces.
El móvil vibró sobre el banco de trabajo, golpeando una llave inglesa con un sonido metálico que cortó el rock clásico de la radio.
Al principio lo ignoré. Normalmente era el presidente del club o algún proveedor de repuestos. Nada que no pudiera esperar a que me limpiara las manos.
Entonces sonó el tono.
No era la melodía genérica. Era la intro de “Malagueña Salerosa”. Me quedé helado. El corazón me golpeó las costillas como un martillo. Solo tenía ese tono para una persona:
Lucía.
Lucía es la hija de mi mujer. Mi hijastra. Me casé con Marta hace tres años, y Lucía vino en el paquete. Un paquete que quería proteger, pero que parecía empeñado en mantenerse cerrado. Tenía dieciséis años. Frágil. Artista. Pintaba acuarelas de árboles tristes y escuchaba música que sonaba a susurros de fantasmas.
Y me tenía miedo.
Lo intenté. Dios sabe que lo intenté. Le compré materiales de arte caros. Le arreglé su viejo Seat Ibiza hasta que funcionaba como nuevo. Me apartaba cuando los hermanos del club venían a casa. Pero para ella, yo solo era el motero que reemplazó a su padre. Su padre, un contable que se fugó a Mallorca con una higienista dental. Él era seguro. Yo, peligroso.
Nunca me llamaba. Nos escribíamos dos veces al año, cosas como “Mamá llega tarde” o “Falta leche”.
Oír la guitarra resonando en el taller sonó como una sirena.
Agarré el móvil, manchando la pantalla de grasa. Me costó dos intentos pulsar el botón verde.
“¿Lucía?” gruñí, más fuerte de lo que quería.
Silencio al otro lado.
“¿Lucía? ¿Estás ahí?”
Entonces lo oí. Un sonido que hace que a cualquier padre—biológico o no—se le hiele la sangre.
Estaba hiperventilando. Esa respiración entrecortada de alguien que intenta no hacer ruido mientras su mundo se desmorona.
“Javier…” Su voz era un hilo. Como si estuviera escondida. “Javier… ¿estás ahí?”
“Estoy aquí, pequeña. ¿Qué pasa? ¿Te han hecho algo?”
Ya estaba en movimiento. Me limpié las manos en los vaqueros, arruinándolos, pero me daba igual. Le hice señas a Miguel, el mecánico aprendiz, señalando el Seat y dibujando una línea en el cuello. Me voy. Ocúpate tú.
“No… no puedo llamar a mamá,” sollozó. “Está en esa reunión… no contesta.”
“Olvídalo. Me tienes a mí. Dime qué pasa.”
“Estoy en el instituto,” susurró. El ruido de fondo era raro. No el bullicio del comedor, sino un murmullo amenazante, risas ahogadas. “Aula 204. Clase de historia del señor Gutiérrez.”
“Vale, aula 204. ¿Qué está pasando, Lucía?”
“Me han quitado la mochila,” lloró. “Álvaro y sus amigos. Tiraron mi cuaderno de dibujos a la basura… y luego…”
Se detuvo. Oí un crujido, como si se moviera.
“¿Luego qué, Lucía?” Apreté el móvil hasta que la funda crujió.
“Me hicieron arrodillarme, Javier. Al fondo del aula. El profesor… el señor Gutiérrez salió a por fotocopias. Cerraron la puerta. Estoy de rodillas… y lo están grabando. En directo. En Instagram.”
La visión se me nubló. Todo se tiñó de rojo. La sangre me ardía como gasolina prendida.
“Dijeron que si me levantaba… subirían los dibujos de mi cuaderno. Los privados. Los de… papá marchándose.”
“No cuelgues,” gruñí.
“No puedo… vuelven… Javier, tengo miedo.”
“Voy para allá. No te muevas. No dejes que te toquen. Voy en camino.”
La llamada se cortó.
**Capítulo 2: El Camino y el Remordimiento**
No caminé hacia la moto. Avancé a zancadas.
Miguel gritó algo al verme pasar, pero solo oía el eco de Lucía diciendo: “Tengo miedo.”
Mi moto estaba aparcada frente al taller. Una Harley-Davidson customizada. Negra mate. Manillares altos. Un motor que había modificado yo mismo hasta rugir como un animal. Era una bestia. Un arma.
Monté de un salto. Ni miré los controles. Giré la llave y el motor rugió como un trueno, vibrando bajo mis pies. No ronroneaba. Gruñía.
Engrané la primera y salí disparado, la rueda trasera patinando sobre el asfalto de la calle Mayor.
El instituto Santa María estaba al otro lado de la ciudad. Con tráfico y respetando los límites, veinte minutos.
Hoy no pensaba respetar nada.
Esquivé coches como un misil. Semáforo en rojo? Ni lo vi. Stop? Opcional. Pasé entre una furgoneta y un turismo, los retrovisores rozando mis manillares. El viento me azotaba la cara—no me había abrochado el casco, y la correa me golpeaba la mandíbula. El dolor me manten**Capítulo 3: El Pasillo Largo**
El interior del instituto Santa María era otro mundo—paredes empapeladas de carteles escolares, pisos de linóleo brillante y un silencio tenso que se rompió al instante cuando mis botas resonaron como tambores de guerra, camino al aula 204 donde Lucía esperaba, y su miedo se convirtió en mi combustible.





