El Café de la Plaza no había cambiado en cincuenta años. Los bancos de color verde, el suelo de baldosas y el aroma cálido del café le daban una familiaridad reconfortante, sobre todo a quienes llevaban décadas viniendo.
Eduardo Montero entró una mañana de otoño, vestido con un traje azul marino impecable. Su pelo plateado y sus zapatos brillantes destacaban entre la barra grasienta y el sonido de los platos, pero no parecía importarle. De hecho, parecía… nostálgico.
Eligió una mesa en la esquina.
Lucía, una camarera de 23 años con una sonrisa amable y manos rápidas, se acercó a tomar su pedido. Llevaba su uniforme beige habitual y el pelo recogido en un moño pulcro. «Buenos días, señor. ¿Qué le pongo?»
Él levantó la vista lentamente, como si se hubiera sobresaltado. «Un café solo. Y el desayuno del día.»
Ella asintió. «Ahora mismo.»
Cuando se alejó, la mirada de Eduardo se quedó en ella. Había algo en Lucía que le resultaba inquietantemente familiar.
Minutos después, Lucía regresó con su comida. Él le sonrió levemente y sacó su cartera de piel para pagar. Pero al abrirla, una foto desgastada se deslizó y cayó sobre la mesa.
Los ojos de Lucía se abrieron.
La tomó con cuidado.
Su corazón dejó de latir.
Era su madre. Una versión joven, de no más de dieciocho años, con una sonrisa suave y los ojos llenos de sueños. Era inconfundible. Lucía había visto ese rostro mil veces en álbumes viejos y fotos enmarcadas en casa.
Pero ¿qué hacía en la cartera de un extraño?
Lo miró, temblando. «Señor… ¿por qué lleva una foto de mi madre?»
Eduardo se quedó helado. Cerró el puño, luego lo relajó lentamente. Miró la foto y después a ella.
«¿Cómo se llama tu madre?» preguntó en voz baja.
«María López», respondió. «Creció por aquí.»
Su expresión cambió, como si estuviera siendo arrastrado a través de décadas de recuerdos.
«La conocí», dijo despacio. «Hace mucho tiempo.»
Lucía se sentó frente a él sin pedir permiso. Sus manos temblaban.
«¿Cómo? ¿Por qué tiene esa foto?»
Eduardo tomó la imagen con delicadeza. «Porque fue la única mujer que amé de verdad.»
Las palabras la golpearon como un rayo. «No es posible. Mi madre nunca habló de usted. Jamás.»
Él sonrió con tristeza. «No me sorprende. La lastimé. Y me he arrepentido cada día desde entonces.»
Lucía lo miró, el aire pesado de repente. «Tiene que explicarse.»
Eduardo miró por la ventana un momento antes de responder.
«Era 1979», comenzó. «Era un estudiante de derecho pobre, trabajando de noche en una gasolinera cerca de aquí. Tu madre trabajaba aquí a tiempo parcial mientras estudiaba peluquería. Tenía una risa… que iluminaba toda la habitación.»
Se rio suavemente, luego suspiró.
«Nos enamoramos como lo hacen los jóvenes, rápido y sin pensar. Pero mis padres eran ricos y estrictos. Cuando descubrieron que salía con una chica del barrio humilde, amenazaron con desheredarme. Tenía miedo. Fui cobarde. La dejé y me fui de la ciudad.»
Lucía apretó la mandíbula. «La abandonó.»
«No solo eso», dijo él, con la voz cargada. «Ni siquiera me despedí. Escribí una carta… y nunca la envié.»
Las lágrimas llenaron los ojos de Lucía. «Me crió sola. Nunca tuvimos mucho. Trabajó el doble para mantenerme en la escuela. Y jamás me habló de usted.»
«No lo habría hecho», susurró él. «Era orgullosa. Demasiado buena para un hombre como yo.»
La voz de Lucía se quebró. «¿Está diciendo que usted es…?»
Él la miró con cuidado. «No estoy seguro. Pero llevo esta foto cuarenta años, preguntándome… ¿y si?»
Ella se levantó de golpe, las manos cerradas. «No puede entrar aquí con su traje caro y su historia triste como si fuera noble recordarla. Ella sufrió. Yo la vi sufrir.»
El rostro de Eduardo palideció.
«Tienes razón», dijo. «No puedo cambiar el pasado. Pero si hay una posibilidad de que seas mi hija, quiero saberlo. Quiero hacer lo que debí hace décadas.»
Lucía guardó silencio. La rabia ardía en su pecho, pero algo más brotaba bajo ella, algo doloroso y confuso.
Esperanza.
Esa noche, llegó a casa y confrontó a su madre.
María se quedó en la cocina, paralizada, cuando Lucía dejó la foto sobre la mesa y lo contó todo.
Al principio, lo negó.
Luego lloró.
Y finalmente, entre lágrimas, susurró: «Sí. Él era aquel.»
Lucía hizo la pregunta que la había atormentado todo el día.
«¿Es mi padre?»
María se secó los ojos. «Nunca quise que supieras el dolor. Pero sí, cariño. Creo que lo es.»
Lucía se quedó ahí, destrozada.
Un extraño había entrado en su cafetería esa mañana.
Y ahora su vida entera se desmoronaba.
El test de ADN llegó en un sobre blanco.
Lucía lo sostuvo como si pudiera quemarle las manos. María estaba sentada frente a ella en la cocina, la mirada baja, retorciendo un trapo. Ninguna de las dos había hablado mucho desde aquella noche en el café, la noche en que su vida giró sobre sí misma.
Ahora, la verdad estaba entre ellas.
«Debes abrirlo», susurró María.
Lucía lo abrió lentamente, el corazón a punto de estallar. Un vistazo al papel, y el aire escapó de sus pulmones.
99.97% de coincidencia. Paternidad confirmada.
Eduardo Montero era su padre biológico.
Él esperaba fuera de la casa, en un coche negro que parecía absurdo en su humilde calle. Lucía salió sola, con el sobre en la mano.
Él bajó del auto. «¿Y?»
Lo miró un largo momento. Luego levantó el papel.
«Es mi padre.»
Exhaló tembloroso y dio un paso hacia ella. «Lucía, yo…»
«No», dijo ella, alzando una mano. «No diga que lo siente. Ya lo hizo. Solo tiene una vez.»
Él asintió, la emoción brillando en sus ojos.
«No sé qué hacer con esto», admitió. «Toda mi vida pensé que era… alguien que la gente abandona. Mi madre lo dio todo, todo, y nunca me dijo que usted existía.»
«Quise buscarla durante años», confesó. «Pero fui un cobarde. Dejé que la vergüenza se convirtiera en costumbre.»
«No pido un padre», dijo rápido. «No necesito otro hombre que desaparece cuando las cosas se ponen difíciles. Pero si de verdad lo quiere, no será por un test de ADN.»
Él asintió. «Entonces dejémoslo comenzar de nuevo. Quiero conocerte. Sin expectativas. Solo tiempo.»
Lucía dobló el papel y lo guardó en su bolso. «Veremos.»
Pasaron semanas.
Eduardo empezó a aparecer, con pequeños gestos. Flores para su madre en el café. Café para las camareras en las mañanas. A veces, simplemente se sentaba en su mesa con un cuaderno, observándola como si intentara memorizarla.
Finalmente, Lucía aceptó almorzar con él.
Fue incómodo al principio. Ella no sabía cómo llamarlo. Él no sabía pedir tortillas sin sonY mientras caminaban hacia el museo, bajo el cálido sol de Madrid, Lucía sintió por primera vez que, tal vez, las piezas rotas de su vida podían encajar de una manera nueva.