*Diario personal*
El Café La Encina no había cambiado en cincuenta años. Los bancos verdes, el suelo de baldosas rojas y el aroma a café recién hecho le daban una familiaridad reconfortante, sobre todo a los que llevaban décadas visitándolo.
Aquella mañana de otoño, entró por la puerta de cristal Ricardo Mendoza, vestido con un traje azul marino impecable. Su pelo plateado y sus zapatos relucientes destacaban entre los mostradores con restos de aceite y el sonido de platos, pero él no parecía importarle. De hecho, parecía… nostálgico.
Se sentó en una mesa del rincón.
Lucía, una camarera de 23 años con sonrisa amable y manos rápidas, se acercó a tomar su pedido. Llevaba su uniforme beige habitual y el pelo recogido en un moño pulcro. «Buenos días, señor. ¿Qué le pongo?».
Él levantó la vista lentamente, casi sobresaltado. «Un café solo. Y el desayuno del día».
Ella asintió. «Ahora mismo se lo traigo».
Mientras se alejaba, Ricardo la siguió con la mirada. Había algo en ella… algo que le resultaba inquietantemente familiar.
Minutos después, Lucía regresó con su comida. Él le sonrió levemente y sacó su cartera de piel para pagar. Pero al abrirla, una foto gastada se deslizó y cayó sobre la mesa.
Lucía contuvo el aliento.
La recogió con dedos temblorosos.
Y el corazón se le detuvo.
Era su madre. Una versión joven, de no más de dieciocho años, con una sonrisa dulce y los ojos llenos de sueños. Era inconfundible. Lucía había visto ese rostro mil veces en álbumes viejos y fotos enmarcadas en casa.
Pero, ¿qué hacía en la cartera de un desconocido?
Lo miró fijamente, temblando. «Señor… ¿por qué lleva una foto de mi madre?».
Ricardo se quedó inmóvil. Apretó el puño, luego lo aflojó lentamente. Bajó la vista hacia la foto y volvió a alzar los ojos.
«¿Cómo se llama tu madre?», preguntó en voz baja.
«Marina Delgado», respondió. «Creció por aquí».
Su expresión cambió, como si lo arrastraran décadas atrás en el tiempo.
«La conocí», dijo lentamente. «Hace mucho».
Lucía se sentó frente a él sin pedir permiso. Las manos le temblaban.
«¿Cómo? ¿Por qué la tiene?».
Ricardo tomó la foto y la sostuvo con delicadeza. «Porque fue la única mujer que amé de verdad».
Las palabras la golpearon como un rayo. «No puede ser. Mi madre nunca lo mencionó. Jamás».
Él esbozó una sonrisa triste. «No me extraña. La lastimé. Y me he arrepentido cada día desde entonces».
Lucía lo miró fijo, el aire espeso de repente. «Tiene que explicarse».
Ricardo miró por la ventana un instante antes de continuar.
«Era 1979», empezó. «Yo era un estudiante de derecho sin un duro, trabajando de noche en una gasolinera cerca de aquí. Tu madre hacía turnos en este café mientras estudiaba peluquería. Tenía una risa… que iluminaba la habitación entera».
Se rio entre dientes, luego suspiró.
«Nos enamoramos como lo hacen los jóvenes, rápido y sin pensar. Pero mis padres eran ricos y estrictos. Cuando se enteraron de que salía con una chica del barrio humilde, amenazaron con desheredarme. Tuve miedo. Fui cobarde. Corté con ella y me fui de la ciudad».
Lucía apretó la mandíbula. «La abandonó».
«No solo la dejé», admitió, con voz cargada. «Nunca ni siquiera me despedí. Escribí una carta… y no la envié».
Las lágrimas asomaron en los ojos de Lucía. «Ella me crió sola. Nunca tuvimos mucho. Trabajó en dos empleos para mantenerme. Y nunca me habló de usted».
«No lo habría hecho», susurró él. «Era orgullosa. Demasiado buena para un hombre como yo».
La voz de Lucía se quebró. «¿Está diciendo que usted es…?».
Él la miró con cuidado. «No estoy seguro. Pero llevo esta foto más de cuarenta años, preguntándome… ¿y si?».
Ella se levantó de golpe, los puños cerrados. «No puede aparecer ahora, con su traje caro y su historia triste, como si fuera noble recordarla. Ella sufrió. Yo la vi sufrir».
El rostro de Ricardo palideció.
«Tienes razón», dijo. «No puedo cambiar el pasado. Pero si existe la posibilidad de que seas mi hija, quiero saberlo. Quiero hacer lo que debí hacer hace décadas».
Lucía guardó silencio. La rabia le ardía en el pecho, pero bajo ella bullía algo más, doloroso y confuso.
Esperanza.
Esa noche, fue a casa y confrontó a su madre.
Marina se quedó paralizada en la cocina cuando Lucía dejó la foto sobre la mesa y lo contó todo.
Primero, lo negó.
Luego, lloró.
Y entre lágrimas, susurró: «Sí. Él fue».
Lucía hizo la pregunta que la atormentaba.
«¿Es mi padre?».
Marina se secó los ojos. «No quería que supieras el dolor. Pero sí, cariño. Creo que lo es».
Lucía se quedó allí, deshecha.
Un extraño había entrado en su café aquella mañana.
Y ahora toda su vida se desenredaba.
El test de ADN llegó en un sobre blanco.
Lucía lo sostuvo como si le quemara. Su madre, Marina, estaba sentada frente a ella en la cocina, con la mirada baja y las manos retorciendo un trapo. Ninguna había hablado mucho desde aquella noche.
Ahora, la verdad estaba entre ellas.
«Ábrelo», murmuró Marina.
Lucía lo hizo con lentitud, el corazón a punto de estallar. Un vistazo al papel y el aire se le escapó de los pulmones.
99,97% de coincidencia. Paternidad confirmada.
Ricardo Mendoza era su padre biológico.
Él esperaba fuera de la casa, en un coche negro que parecía ridículamente fuera de lugar en su humilde calle. Lucía salió sola, con el sobre en la mano.
Él bajó del coche. «¿Y?».
Ella lo miró un largo momento. Luego mostró el papel.
«Es usted mi padre».
Exhaló tembloroso y dio un paso hacia ella. «Lucía, yo…».
«No», cortó ella, alzando una mano. «No me diga que lo siente. Ya lo dijo. Solo se permite una vez».
Asintió, la emoción brillándole en los ojos.
«No sé qué hacer con esto», admitió. «Toda mi vida creí que era… alguien que la gente abandona. Mi madre lo dio todo, todo, y nunca me dijo que usted existía».
«Quise buscarla durante años», confesó. «Pero fui un cobarde. Dejé que la vergüenza se convirtiera en costumbre».
«No le pido un padre», dijo rápidamente. «No necesito otro hombre que desaparece cuando las cosas se ponen difíciles. Pero si de verdad lo siente, si quiere estar en mi vida, no será por un test de ADN».
Él asintió. «Entonces permíteme empezar de nuevo. Quiero conocerte. Sin condiciones. Solo tiempo».
Lucía plegó el papel y lo guardó en el bolso. «Veremos».
Pasaron semanas.
Ricardo empezó a aparecer, con pequeños gestos. Dejaba flores en el café para su madre. Llevaba café para las camareras en la hora punta. A veces, simplemente se sentaba en su mesa con un cuaderno, observCon el tiempo, aquel hombre que una vez fue un fantasma del pasado se convirtió en una presencia constante, y poco a poco, las heridas empezaron a cicatrizar, no del todo, pero lo suficiente para aprender que algunos segundos comienzos valen la pena.