La lluvia caía sin cesar sobre el tejado de cristal de la mansión del millonario, situada en las afueras de Madrid. En el interior, Jorge Delgado estaba junto a la chimenea, sorbiendo un café solo mientras contemplaba las llamas. Estaba acostumbrado al silencio, incluso en una casa tan imponente. El éxito le había dado dinero, pero no paz.
Un golpe seco resonó en el pasillo.
Jorge frunció el ceño. No esperaba visita. Su personal tenía el día libre, y los invitados eran una rareza. Dejando la taza, caminó hasta la puerta y la abrió.
Una mujer estaba allí, empapada hasta los huesos, sosteniendo a una niña de no más de dos años. Su ropa estaba gastada, sus ojos vacíos por el agotamiento. La pequeña se aferraba a su suéter, callada y curiosa.
“Disculpe la molestia, señor”, dijo la mujer con voz temblorosa. “Pero… no he comido en dos días. Limpiaré su casa solo por un plato de comida para mí y mi hija.”
Jorge se quedó helado.
Su corazón se detuvo, no de lástima, sino de asombro.
“Inés?”, susurró.
La mujer levantó la mirada. Sus labios se separaron en un gesto de incredulidad. “¿Jorge?”
El tiempo pareció detenerse.
Siete años atrás, ella había desaparecido sin aviso. Sin despedidas. Simplemente se esfumó de su vida.
Jorge retrocedió, aturdido. La última vez que vio a Inés Mendoza, llevaba un vestido rojo de verano, descalza en su jardín, riendo como si el mundo no doliera.
Y ahora… vestía harapos.
Su pecho se encogió. “¿Dónde has estado?”
“No he venido para un reencuentro”, dijo ella, con la voz quebrada. “Solo necesito comida. Por favor. Me iré enseguida.”
Miró a la niña. Rizos rubios. Ojos azules. Los mismos ojos que los de su madre.
Su voz falló. “¿Es… mía?”
Inés no respondió. Solo apartó la mirada.
Jorge hizo un gesto. “Pasa.”
Dentro, el calor los envolvió. Inés se quedó inmóvil sobre el mármol pulido, goteando agua, mientras Jorge pedía al chef que les trajera comida.
“¿Sigues teniendo empleados?”, preguntó ella en un susurro.
“Claro. Lo tengo todo”, respondió él, incapaz de ocultar el tono áspero. “Excepto respuestas.”
La niña alcanzó un bol de fresas y miró a Jorge tímidamente. “Grasias”, murmuró.
Él sonrió levemente. “¿Cómo se llama?”
“Lucía”, susurró Inés.
El nombre lo golpeó como un puñetazo.
Lucía era el nombre que una vez eligieron para una futura hija. Cuando todo era bueno. Antes de que todo se desmoronara.
Jorge se sentó lentamente. “Háblame. ¿Por qué te fuiste?”
Inés titubeó. Luego se sentó frente a él, protegiendo a Lucía con sus brazos.
“Supe que estaba embarazada la misma semana que tu empresa salió a bolsa”, dijo. “Trabajabas veinte horas al día, apenas dormías. No quise cargarte más.”
“Esa era mi decisión”, replicó él con dureza.
“Lo sé”, susurró, limpiándose las lágrimas. “Pero después… descubrí que tenía cáncer.”
El corazón de Jorge se hundió.
“Era de etapa dos. Los médicos no sabían si sobreviviría. No quería que tuvieras que elegir entre tu empresa y una novia moribunda. Me fui. Di a luz sola. Pasé la quimio sola. Y sobreviví.”
Él no podía hablar. La ira y el dolor se mezclaban en su interior.
“¿No confiaste en mí para dejarme ayudarte?”, dijo al fin.
Los ojos de Inés se llenaron de lágrimas. “Ni siquiera confié en que sobreviviría.”
Lucía tiró de la manga de su madre. “Mamá, tengo sueño.”
Jorge se arrodilló frente a ella. “¿Quieres descansar en una cama calentita?”
La niña asintió.
Se volvió hacia Inés. “Esta noche no te vas. Prepararé la habitación de invitados.”
“No puedo quedarme”, dijo ella rápidamente.
“Sí puedes. Y lo harás”, respondió con firmeza. “No eres cualquiera. Eres la madre de mi hija.”
Ella se quedó inmóvil. “¿Entonces crees que es tuya?”
Jorge se levantó. “No necesito pruebas. Lo veo en ella. Es mía.”
Esa noche, cuando Lucía dormía arriba, Jorge estaba en el balcón, contemplando el cielo iluminado por la tormenta. Inés se le unió, envuelta en una bata que una empleada le había prestado.
“No quise arruinar tu vida”, dijo.
“No lo hiciste”, respondió él. “Solo te borraste de ella.”
El silencio se extendió entre ellos.
“No estoy aquí para suplicar nada”, susurró Inés. “Solo estaba desesperada.”
Jorge la miró. “Fuiste la única mujer que amé. Y te fuiste sin dejarme luchar por ti.”
Las lágrimas corrían por su rostro.
“Todavía te amo”, murmuró. “Aunque me odies.”
Él no respondió. En su lugar, miró hacia la ventana donde Lucía dormía, segura y calentita.
Finalmente, dijo: “Quédate. Al menos hasta que decidamos qué sigue.”
A la mañana siguiente, el sol asomó entre las nubes, bañando la finca de Jorge con una luz dorada. Por primera vez en años, no se sentía vacía.
Abajo, Jorge estaba frente a los fogones—algo inusual en su propia casa—haciendo huevos revueltos. El olor a mantequilla y pan tostado llenaba la cocina. Oyó pasos suaves detrás de él.
Inés estaba en el marco de la puerta, sosteniendo la mano de Lucía. La niña llevaba ahora un pijama limpio, su pelo peinado en rizos.
“¿Ahora cocinas?”, preguntó Inés con una débil sonrisa.
“Intento”, respondió él, entregándole un plato a Lucía. “Para ella.”
La niña se subió a una silla y empezó a comer como si no hubiera probado comida en semanas.
“Le caes bien”, dijo Inés en voz baja, sentándose al borde de la encimera.
Jorge la miró de reojo. “Ella es fácil de querer.”
Los días siguientes transcurrieron en una extraña calma. Inés hablaba poco, aún insegura de si aquello era real o pasajero. Jorge la observaba, cada gesto, cada mirada a Lucía, como si intentara recuperar el tiempo perdido.
Pero no todos estaban contentos.
Una tarde, al volver de una reunión, su asistente Luisa lo esperaba en la entrada, los brazos cruzados.
“¿Ahora tienes a una mujer y una niña viviendo aquí?”, preguntó.
Jorge suspiró. “Sí. Es Inés y mi hija.”
Luisa hizo una pausa. “No eres muy discreto. La junta ya hace preguntas.”
“Que pregunten”, respondió fríamente. “No les debo explicaciones cuando se trata de mi familia.”
La palabra “familia” le sonó ajena, pero le supo a verdad.
Esa noche, Inés estaba en el patio, viendo cómo Lucía perseguía mariposas en el jardín.
Jorge se le acercó con dos tazas de té. “Siempre te gustó el atardecer”, dijo.
“Era el único momento en que el mundo parecía en calma.”
Él tomó un sorbo. “¿Por qué no volviste después de la remisión?”
Ella apartó la mirada. “Porque”Creí que ya no encajaba en tu vida, pero ahora sé que el verdadero hogar no es un lugar, sino estar juntos.”