**13 de mayo, Madrid**
La lluvia caía sin descanso sobre el tejado de cristal de la mansión del magnate, enclavada en las afueras de Madrid. Dentro, Alejandro Mendoza contemplaba las llamas de la chimenea, con una taza de café negro en la mano. Estaba acostumbrado al silencio, incluso en una casa tan lujosa. El éxito le había traído riqueza, pero no tranquilidad.
Un golpe seco resonó en el recibidor.
Alejandro frunció el ceño. No esperaba visitas. El personal tenía el día libre y las visitas no eran habituales. Dejó la taza sobre la mesa y caminó hacia la puerta principal.
Una mujer empapada hasta los huesos sostenía a una niña pequeña en sus brazos. Sus ropas estaban pasadas de moda, sus ojos hundidos por el cansancio. La niña, de no más de dos años, se aferraba a su suéter en silencio.
—Lo siento molestarle, señor —dijo la mujer, con la voz temblorosa—. Pero… No he comido en dos días. Limpiaré su casa… solo por un plato de comida para mí y mi hija.
Alejandro se quedó helado.
No fue la lástima lo que lo paralizó, sino el impacto.
—¿Lucía? —susurró.
La mujer alzó la mirada, sus labios se entreabrieron en incredulidad. —¿Alejandro?
El tiempo pareció detenerse.
Siete años atrás, ella había desaparecido sin explicación. Sin adiós. Sin rastro.
Alejandro retrocedió, aturdido. La última vez que vio a Lucía Hidalgo, llevaba un vestido rojo de verano, descalza en su jardín, riendo como si el mundo no doliera.
Y ahora… estaba allí, en harapos.
—¿Dónde has estado? —preguntó, con la voz quebrada.
—No vine para reencontrarnos —respondió ella, evitando su mirada—. Solo necesito comida. Por favor. Luego nos iremos.
Alejandro miró a la niña. Rizos rubios, ojos azules… los mismos de su madre.
—¿Es… mía? —preguntó, casi sin aire.
Lucía no respondió. Solo apartó la vista.
Alejandro abrió la puerta más. —Pasa.
El calor del interior los envolvió. Lucía se quedó inmóvil sobre el mármol pulido, goteando agua, mientras Alejandro llamaba al chef para que les sirviera algo de comer.
—¿Todavía tienes empleados? —preguntó ella en voz baja.
—Por supuesto. Lo tengo todo —respondió él, incapaz de ocultar el reproche—. Menos respuestas.
La niña estiró la mano hacia un cuenco de fresas y murmuró tímidamente: —G-gacias.
Alejandro esbozó una sonrisa. —¿Cómo se llama?
—Sofía —susurró Lucía.
El nombre lo golpeó como un puñetazo.
Sofía era el nombre que habían elegido para su futura hija, cuando todo era perfecto. Antes de que todo se derrumbara.
Alejandro se sentó lentamente. —Habla. ¿Por qué te fuiste?
Lucía dudó. Luego, protegiendo a Sofía entre sus brazos, respondió:
—Supe que estaba embarazada la misma semana que tu empresa salió a bolsa. Trabajabas veinte horas al día, apenas dormías. No quise ser una carga.
—Esa decisión era mía —replicó él, con dureza.
—Lo sé —susurró—. Pero después… me diagnosticaron cáncer.
El corazón de Alejandro se detuvo.
—Era etapa dos. Los médicos no sabían si sobreviviría. No quería que tuvieras que elegir entre tu empresa y una novia moribunda. Me fui. Di a luz sola. Pasé la quimioterapia sola. Y sobreviví.
Alejandro no podía hablar. La rabia y el dolor se mezclaban dentro de él.
—¿No confiaste en mí para dejarme ayudarte? —finalmente dijo.
Lucía lloró en silencio. —Ni siquiera confiaba en que sobreviviría.
Sofía tiró de su manga. —Mamá, tengo sueño.
Alejandro se arrodilló frente a ella. —¿Quieres descansar en una cama calentita?
La niña asintió.
Se volvió hacia Lucía. —No te vas a ir esta noche. Prepararé una habitación.
—No puedo quedarme —protestó ella.
—Sí puedes. Y lo harás —respondió él con firmeza—. No eres cualquiera. Eres la madre de mi hija.
Lucía se tensó. —¿Así que crees que es tuya?
Alejandro se levantó. —No necesito pruebas. Lo veo en sus ojos. Es mía.
Esa noche, con Sofía durmiendo arriba, Alejandro se quedó en el balcón, mirando la tormenta. Lucía se acercó, envuelta en una bata que una de las empleadas le había dado.
—No quise arruinarte la vida —dijo.
—No la arruinaste —respondió él—. Solo te borraste de ella.
El silencio se prolongó.
—No vine a pedir nada —susurró Lucía—. Solo estaba desesperada.
Alejandro se volvió hacia ella. —Fuiste la única mujer que amé. Y te fuiste sin dejarme luchar por ti.
Las lágrimas resbalaron por su rostro.
—Todavía te amo —dijo—. Aunque me odies.
Él no respondió. Miró hacia la ventana donde Sofía dormía, segura y cálida.
Finalmente, susurró: —Quédate. Al menos hasta que decidamos qué hacer.
Al día siguiente, los primeros rayos del sol asomaron entre las nubes, iluminando la finca con un suave dorado. Por primera vez en años, la casa ya no le pareció vacía.
En la cocina, Alejandro, poco acostumbrado a cocinar, revolvía unos huevos. El aroma de la mantequilla y el pan tostado llenaba el ambiente. Escuchó pasos suaves detrás de él.
Lucía apareció en el umbral, sosteniendo la mano de Sofía. La niña llevaba pijamas limpios, sus rizos peinados con cuidado.
—¿Ahora cocinas? —preguntó Lucía, con una sonrisa tímida.
—Estoy intentándolo —respondió él, entregándole un plato a Sofía—. Por ella.
La niña se subió a una silla y empezó a comer como si no hubiera probado comida en semanas.
—Le caes bien —murmuró Lucía, sentándose con cautela.
Alejandro la miró. —Es fácil caerle bien.
Pasaron los días en un ritmo extraño, tranquilo. Lucía no hablaba mucho, insegura de si aquello era real o pasajero. Alejandro la observaba, cada gesto, cada mirada hacia Sofía, como si intentara recuperar el tiempo perdido.
Pero no todos estaban contentos.
Una tarde, al regresar de una reunión, su asistente, Carla, lo esperaba con los brazos cruzados.
—¿Ahora tienes a una mujer y una niña viviendo aquí? —preguntó.
Alejandro suspiró. —Sí. Es Lucía y su hija.
—¿Tu hija?
Asintió.
Carla dudó. —No es muy discreto. La junta ya está haciendo preguntas.
—Que pregunten —respondió él, frío—. No les debo explicaciones cuando se trata de mi familia.
La palabra le sonó extraña en la boca, pero, por primera vez, le supo a verdad.
Esa noche, Lucía se sentó en el patio, viendo a Sofía perseguir mariposas en el jardín. Alejandro se acercó con dos tazas de té.
—Siempre te gustó el atardecer —dijo.
—Era el único momento en que el mundo se callaba.
Él tomó un sorboAl cabo de un año, bajo el mismo magnolio del jardín, Alejandro se arrodilló con un anillo de compromiso en la mano y, entre lágrimas de felicidad, Lucía dijo “sí”, mientras Sofía corría entre ellos riendo, porque al fin, después de tanto dolor, habían encontrado su hogar.