Una noche oscura, atravesada por un frío cortante y un viento de tormenta, parecía sacada de un cuento sombrío. El cielo, cubierto de nubes, ocultaba la luna como si la hubiera engullido, dejando el mundo a merced de una lluvia implacable que azotaba el asfalto como si quisiera borrar todo rastro de vida. El viento, que soplaba con furia desde el norte, arrancaba las últimas hojas amarillas de los árboles y las lanzaba contra los pocos transeúntes que se atrevían a salir en tal tempestad. La carretera que llevaba fuera de la ciudad estaba desierta, solo los faros ocasionales de algún coche lejano recordaban que, en medio de aquella oscuridad, aún latía la vida.
Luis Navarro, al volante de su viejo pero fiable SEAT Toledo del 95, notaba cómo el frío trepaba por sus piernas a través de las suelas gastadas de sus zapatos, como garras de hielo. El coche, otrora orgullo de su padre, crujía y gemía en cada curva, y la calefacción, su último refugio contra el frío, había dejado de funcionar, como si también se hubiera rendido ante el temporal.
—¡Qué demonios!— exclamó, apretando el volante con fuerza, intentando mantener el control, no solo del coche, sino de sus propios nervios.
Lo único que ansiaba era llegar a casa, envolverse en una manta, escuchar las risas de sus hijos, sentir el calor de su mujer, abrazarla y olvidar, aunque fuera por un momento, que el mundo exterior no era solo lluvia, sino algo más pesado, más oscuro, casi siniestro.
Pero en ese instante, los faros iluminaron una figura al borde de la carretera.
Era una mujer.
Frágil, casi fantasmal, parecía parte de la noche, fundiéndose con las sombras pero luchando por mantenerse real. Un abrigo largo, empapado por la lluvia, se pegaba a su cuerpo, el pelo le caía sobre la cara, y sus ojos, brillantes bajo la luz de los faros, reflejaban desesperación y esperanza a la vez. Hacía señas con la mano, no como quien pide un aventón, sino como un náufrago que se aferra a un salvavidas.
Luis frenó de golpe, encendió el intermitente y detuvo el coche, casi derrapando en el arcén mojado.
—¡Gracias!— gritó ella en cuanto él bajó del coche, su voz temblaba pero sonaba sinceramente agradecida. —¡Usted… usted es mi ángel!
Sin pensarlo, Luis rodeó el vehículo y le abrió la puerta del copiloto.
—¡Suba rápido, que se va a quedar helada! ¡Ni un oso saldría con este tiempo, y menos una señora con ese abrigo!
Pero la mujer retrocedió, como asustada.
—No, no es eso… Mi coche se ha averiado, ahí, tras la curva. Intenté llamar a la grúa, pero no hay cobertura. Pensé que quizás usted podría…
Luis sacó su viejo Nokia y miró la pantalla.
—Nada, aquí las ondas de radio ni se asoman. Pero puedo llevarla a la estación de servicio más cercana. Allí habrá teléfono. Y café. Y un lugar seco.
La mujer dudaba. Sus dedos aferraban el bolso como si en él guardara su vida.
—Mire— dijo Luis, bajando la voz casi a un susurro. —Mi madre debe tener su edad. Si ella estuviera así, rogaría por que alguien se parara. Así que no lo piense. Solo estoy ayudando a una persona.
Esas palabras, sencillas y sinceras, rompieron el último muro de desconfianza. Asintió y subió al coche, evitando tocar demasiado los asientos, como si no quisiera dejar rastro de su miedo.
Para aliviar la tensión, Luis empezó a hablar. Habló de sus hijos: de Marta, la mayor, lista y líder; de Lucía, soñadora y artista; y de Sofía, la pequeña, astuta como un zorro. Habló de su mujer, de cómo esperaban su cuarto hijo, un niño, al que ya habían decidido llamar Alejandro, como el abuelo.
—Y el trabajo… bueno, ya sabe— añadió con un deje de tristeza. —Retrasos en el sueldo, el jefe de vacaciones, las facturas que no esperan… Pero seguimos adelante. Siempre lo hemos hecho.
No se quejaba, solo compartía, admitiendo que la vida era dura pero que, aun así, merecía la pena.
Al llegar a la gasolinera, la mujer, que se presentó como Valentina Ruiz, sacó la cartera.
—¿Cuánto le debo?
Luis se rio, con una carcajada franca y cálida.
—¡Ni un euro! En casa tenemos una tradición: la llamamos la Cadena del Bien. Ayudas a alguien y solo le pides que ayude al siguiente. Así la bondad no desaparece, sino que crece como una bola de nieve. Así que su deuda es simple”Pasados unos meses, Valentina, convertida ya en la madrina de Alejandro, inauguró un comedor social en el barrio de Luis, y aquella noche de lluvia, al fin, dio frutos que jamás imaginaron.”