Regresé a casa sin avisar. Después de cumplir mi última misión, descubrí que mi hijo agonizaba solo en la UCI del Hospital Clínico de Barcelona. Mientras tanto, mi nuera, Claudia, se divertía en una fiesta privada en un yate en la Costa Brava con champán Moët y sus amistades. Así que congelé todas las cuentas al instante. Una hora más tarde, ella perdió los papeles al enterarse.
Me alegra que estés aquí. Quédate hasta el final y dime desde qué ciudad de España sigues esta historia. Quiero saber hasta dónde ha llegado. Pisé el aeropuerto de El Prat justo cuando el sol empezaba a pintar el cielo de tonos dorados y la brisa mediterránea rozaba mi rostro.
Mi vieja maleta militar, desgastada por los años, descansaba a mis pies como una fiel compañera de batallas. En mi muñeca, el reloj de bolsillo de mi abuelo tintineaba suavemente con cada movimiento, recordándome la promesa que me hice de joven: siempre volver a casa. Esa promesa pesaba más que nunca. Ahora.
A mis 61 años, recién retirada tras mi última misión, había entregado mi vida a la Infantería de Marina española. Desde operaciones de rescate en Valencia hasta interminables jornadas ayudando en aquel desastre del temporal Gloria. Pero hoy solo quería ser madre. Ansiosa por abrazar a Javier, mi hijo.
Salí del aeropuerto con la misma precisión militar de siempre. El sol de la mañana ya calentaba las calles. Levanté la mano para parar un taxi. «Paseo de Gràcia, número 420, por favor», dije tratando de mantener la voz serena, pero por dentro la emoción me golpeaba como las olas de la Barceloneta.
Imaginaba a Javier abriendo la puerta con esa sonrisa que iluminaba hasta el rincón más oscuro, sentándonos en el balcón con café y pasteles, hablando de todo lo que me había perdido. En media hora estaría con él. La radio del taxi sonaba con noticias de la Armada, reportes que antes eran mi vida y ahora ya no significaban nada.
Ayer había terminado mi última misión como asesora estratégica para la OTAN en una operación en Latinoamérica. Cuarenta años de carrera, desde frenar contrabando en la frontera hasta noches en vela en misiones secretas. Todo quedaba atrás como recuerdos lejanos. Mientras el taxi avanzaba, el mar Mediterráneo brillaba a lo lejos, las olas mecían la costa como queriendo contarme historias del pasado. Pero mi mente solo estaba con Javier y en el pequeño piso del Eixample donde había dejado mis ilusiones.
Sin embargo, al detenernos frente al edificio, sentí un nudo en el estómago. Las persianas estaban bajadas. Ni una luz encendida. Subí la maleta hasta el portal. Una inquietud crecía dentro de mí. Toqué el timbre. El sonido resonó en el silencio. Golpeé la puerta con más fuerza. Nada. Bajé al jardín comunitario y vi el buzón desbordado de propaganda y cartas sin abrir.
El corazón me latía con fuerza. ¿Dónde estaba Javier? En ese momento, vi a la vecina del tercero, la señora Carme, regando sus geranios. «¡Valentina! ¡Dios mío! Has vuelto…», dijo con los ojos muy abiertos. Corrí hacia ella, casi tropezando. «¿Qué pasa? ¿Dónde está Javier?»
La señora Carme dejó la regadera y bajó la voz. «Lleva dos semanas en el Hospital Clínic… La ambulancia vino de madrugada. Y Claudia… bueno, he visto sus fotos en Instagram. Está de fiesta en un yate en Sitges.»
El mundo se desmoronó bajo mis pies. ¿Mi hijo en el hospital y Claudia divirtiéndose como si nada? «¿Dónde queda el Clínic?», pregunté con voz ronca.
En el taxi, el corazón me ardía. ¿Qué le había pasado a Javier? ¿Cómo podía Claudia estar celebrando mientras él luchaba por su vida? Apreté el reloj de mi abuelo con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Javier, mi niño, el que corría tras mí por la playa de Gavà, el que me abrazaba cada vez que volvía de mis misiones.
Al llegar al hospital, pagué al taxista y entré con paso firme. La recepcionista, tras revisar el ordenador, me dijo: «Cuidados intensivos, quinto piso, habitación 512.»
El ascensor parecía no subir nunca. Al abrirse las puertas, el pasillo de la UCI estaba en silencio, solo roto por el pitido constante de las máquinas. La puerta de la habitación de Javier estaba entreabierta. Lo vi ahí, en la cama, rodeado de cables y máquinas. Pálido. Casi irreconocible.
Un médico se acercó. «¿Es usted familia del paciente?»
«Soy su madre, Valentina.»
El doctor respiró hondo antes de hablar. «Cáncer de estómago en fase terminal. Si lo hubiéramos detectado antes…»
Las palabras resonaron como un martillo en mi cabeza. ¿Terminal? ¿Cómo era posible?
Me acerqué a Javier y tomé su mano. «Soy yo, cariño… mamá está aquí.»
De pronto, sus párpados temblaron y abrió los ojos. «Mamá…», susurró con voz débil.
«Te quiero, hijo.»
Y en ese momento, el monitor soltó un pitido largo y agudo. «¡Necesitamos reanimación!», gritó el médico mientras me apartaban.
Minutos después, salió con el rostro grave. «Lo siento mucho…»
Mis piernas cedieron. Javier se había ido. Justo cuando por fin había vuelto.
Saqué el móvil y llamé a Claudia. Del otro lado, música alta, risas, vasos chocando. «¿Qué pasa?», preguntó con voz distante.
«Javier ha muerto.»
Hubo un silencio. Luego, fría como el mármol: «Ah. Bueno, ya hablamos luego, estoy ocupada.»
La llamada se cortó.
Afuera, el sol de Barcelona brillaba como si nada. Pero yo solo sentía un vacío helado.
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Al día siguiente, en el piso de Javier, encontré facturas de yates en Sitges, cenas en El Nacional y joyas de Tous pagadas con su cuenta. Claudia no solo lo abandonó, sino que usó mi dinero para darse la gran vida.
Tomé el teléfono y llamé al comandante Álvaro Márquez, viejo amigo del Ejército. «Necesito que congeles todas las cuentas de Javier. Ahora.»
Veo que has llegado hasta aquí. Dime, ¿desde qué ciudad de España me lees? Cada historia es como una botella lanzada al mar; nunca sabes en qué playa terminará. Y si te ha tocado el corazón, compártela. Porque el dolor no debería vivirse en silencio.
Mientras tanto, si quieres más historias que te remuevan por dentro, aquí abajo tienes dos de las más impactantes del canal. Te prometo que no te dejarán indiferente.
Gracias por quedarte. Y recuerda: la vida es demasiado corta para callar las injusticias.





