El piso cuarenta y cinco. La panorámica de la ciudad, sumergida en luces, se extiende tras el cristal como un río de oro fundido. Desde abajo, desde las entrañas de la urbe, llegan ecos de vida: ruido, prisa, sueños, esperanzas rotas. Aquí arriba, en un despacho de madera oscura y detalles cromados, reina el silencio. Un silencio cargado de éxito. Un silencio que oprime.
Alejandro estaba junto a la ventana, manos en los bolsillos, la mirada perdida entre el cielo y el asfalto. Observaba la ciudad como si fuera su feudo. Todo lo que veía era el fruto de veinte años de tenacidad, noches en vela, cálculos fríos y decisiones duras. Lo tenía todo: millones en cuentas, un negocio líder, un ático con vistas a La Almudena como trofeo. Y hasta una prometida: Cristina, con rasgos perfectos, un cuerpo de escándalo y un vacío absoluto dentro.
¿Su relación? No era amor. Ni pasión. Era una instalación artística. Un proyecto expositivo llamado “La vida del triunfador”. Fotos bonitas en Instagram, fiestas de la alta sociedad, diamantes, galas, adulaciones. Todo de primera. Pero dentro, nada. Un vacío sordo, resonante, abrumador. Como si ya hubiera vivido su vida y ahora solo la repitiera en piloto automático.
Y en ese preciso instante, cuando el alma estaba a punto de rendirse, cuando parecía que nada podía sorprenderle, sonó el teléfono.
No era una llamada de trabajo. Era personal. Una tonadilla que solo tres personas en el mundo conocían.
En la pantalla: Antonio Salinas.
No se veían desde hacía quince años. Quince años desde que salieron del instituto, cada uno por su camino. Unos hacia los sueños, otros hacia la supervivencia. Y otros, como Alejandro, hacia el poder.
– ¿Sí? – respondió, intentando que su voz sonara serena, como si no hubiera esperado esa llamada toda la vida.
– ¡Alex! ¡Soy yo, Salinas! – la voz de Antonio irrumpió atravesando el tiempo como un viento primaveral. Fresca, viva, auténtica. – Hemos pensado… reunirnos. ¡El reencuentro de la promoción! ¡Veinte años, Alex! ¿Vendrás?
Y de repente, como si alguien encendiera la luz en un cuarto oscuro. Alejandro sintió algo que se estremecía dentro. No alegría. No nostalgia. Sino anhelo. Anhelo de lo sencillo, de lo real. De quienes lo conocían no por rankings empresariales, sino por cómo lloró cuando murió su perro o cómo mintió a la profesora para que no suspendiera a su mejor amigo.
Hablaron diez minutos. Supo que la tímida Anita ahora era madre de cinco, vivía en las afueras de Madrid y hacía tartas que hasta los paisanos de pueblos lejanos venían a probar. Pero de Lena – Helena, su amor de juventud, la chica lista y hermosa con ojos tristes y una cojera – nadie sabía nada. “Desapareció. Como si se la hubiera tragado la tierra”, suspiró Antonio.
Alejandro colgó. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió… ganas. Ganas de verlos. No para presumir. No por estatus. Solo… para recordar quién era en realidad.
Decidió llevar a Cristina. Que vieran qué reina había conquistado. Que envidiaran. El pensamiento era mezquino, vanidoso, pero sincero. Sonrió. Y fue a verla.
El taxi corría por las avenidas nocturnas mientras Alejandro ensayaba la escena: la puerta, los abrazos, su entusiasmo, el susurro del vestido, las charlas sobre qué llevaría para eclipsar a todas.
Pero la realidad odia los guiones.
Abrió con su llave. Y lo vio al instante: zapatillas ajenas. Baratas, chillonas, talla 42. Tiradas como basura. Como si su dueño supiera que aquí mandaba él.
El corazón se encogió. No de celos. De decepción.
Avanzó. Silencio. Solo risas desde el dormitorio. Una risa baja, satisfecha. Masculina. Y la de ella… adulona, juguetona.
Empujó la puerta.
Entre las sábanas de seda que eligió en Milán, Cristina yacía en brazos de un chaval. Joven. Tonto. Con una cara que se descompuso de miedo al verle.
Ella chilló. Se cubrió con la sábana. Balbuceó:
– ¡Alejandro! ¡No es lo que piensas! ¡Él… él me obligó!
Alejandro se rio.
No con rabia. No a carcajadas. Simplemente exhaló con risa ese dolor, esa farsa, esa mentira.
Esperó gritos. Furia. Muebles rotos. En su lugar, una calma glacial. Como si se abriera un vacío dentro donde se habían drenado todos sus sentimientos.
– ¿Te obligó? – preguntó mirando al amante tembloroso. – ¿Con una pistola? ¿O prometió no dar like a tu selfie?
Observó la habitación: ropa tirada, copa volcada, sus caras descompuestas. Y dictó sentencia:
– Se acabó. En tres días vence el alquiler. Espero que tu “héroe” pueda pagarlo.
Salió. Sin mirar atrás.
En el ascensor sacó el móvil. Un toque y la tarjeta de Cristina, vinculada a su cuenta, dejó de existir.
El coche arrancó. Pero no fue a casa. Condujo sin rumbo. Solo le importaba alejarse de esa farsa, de ese dolor, de esa sensación de que todo en lo que creía era mentira.
Paró en el primer restaurante: “El Rincón”. Lujoso, ostentoso, con portero de librea y luces que cegaban.
– Whisky. Doble. Y la botella – le espetó al camarero, desplomándose en una esquina.
Bebió. Sin comer. Vaso tras vaso. El dolor no se iba. Pero se volvió sordo. Pesado. Como si ya no fuera un hombre, sino una estatua en el museo de su propia caída.
Una hora después fue al baño. Por el camino, torció hacia un pasillo de servicio.
Y vio el infierno.
Dos camareros – jóvenes, engreídos – se reían contra la pared. Frente a ellos, una mujer. Con bata azul. Pañuelo en la cabeza. Caminando con dificultad, dolorosamente, fregando el suelo.
– ¡Eh, tortuga, muévete! ¡Que los clientes van a pisar todo mientras bailas tu danza de coja! – se burló uno.
– ¡Déjala, no ves que tiene una pierna más corta! – añadió el otro.
Y rieron.
Algo estalló dentro de Alejandro.
No furia. No ira. Justicia. Una justicia olvidada, enterrada bajo capas de pragmatismo y éxito.
Se acercó. En dos zancadas.
– Cierren la boca – dijo con voz helada. – Una palabra más y mañana estarán fregando suelos en Atocha. ¿Claro?
Palidecieron. Se quedaron quietos. Asintieron.
Se giró hacia la mujer. Intentaba levantar el cubo. Con manos temblorosas.
– Déjeme ayudarle – dijo.
Ella alzó la vista.
Y el mundo se detuvo.
Ojos grises. Profundos. Cansados. Llenos de dolor y vergüenza.
Helena.
Su Lena. La desaparecida. La olvidada. En quien pensaba en silencio durante las noches en vela.
– ¿Lena? – susurró.
Ella se estremeció. Intentó esconderse. Pero él ya le tomó la mano.
– ¡Rápido! – rugió a los camareros. – ¡Pongan otro cubierto en mi mesa! ¡Y en un minuto quiero cena para dos! – y, sin escuchar sus protestas, la guió al comedor. – Vamos, Lena. Tenemos que hablar.
Se sentaron frente a frente. Un violinista tocaba algo melancólico. El aire olía a silencio y dolor.
– QuítAlejandro le tomó la mano entre las suyas, miró aquellos ojos grises que nunca olvidó, y supo que al fin, tras tanto éxito vacío, había encontrado algo que valía la pena proteger.