Se despidió con cariño y se marchó a casa después de dejarla

Después de dejar a su amante frente a su casa, Buchete se despidió de ella con un gesto tierno y se dirigió a su hogar. Al llegar al portal, se detuvo un instante, sopesando mentalmente cada palabra que le diría a su esposa. Subió las escaleras y abrió la puerta.

—Hola —dijo Buchete—. Rocío, ¿estás en casa?

—Estoy —respondió ella con tono indiferente—. Hola. Bueno, ¿voy a freír los filetes o qué?

Buchete se prometió actuar con firmeza: con decisión, sin rodeos, ¡como un hombre de verdad! Era hora de cortar su doble vida, mientras aún sentía el calor de los besos de su amante, antes de que la rutina lo arrastrara de nuevo.

—Rocío —aclaró su garganta—, he venido a decirte… que tenemos que separarnos.

La noticia no pareció alterar a Rocío. Nada la sacaba de sus casillas. Tanto era así que, años atrás, Buchete le había puesto el mote de “Rocío la Fría”.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella desde la cocina—. ¿Que no fría los filetes?

—Eso ya lo decides tú —contestó él—. Si quieres fríelos, si no, no. Yo me voy con otra mujer.

La mayoría de esposas, ante semejante declaración, arremeterían contra sus maridos con una sartén o montarían un escándalo de órdago. Pero Rocío no era como la mayoría.

—Vaya tontería sin importancia —dijo—. Por cierto, ¿has recogido mis botas del zapatero?

—No —musitó Buchete, desconcertado—. Si es tan urgente, voy ahora mismo a buscarlas.

—Ay, ay… —rezongó ella—. Eres igual que siempre, Buchete. Mandas a un memo por unas botas y vuelve con las viejas.

A Buchete le dolió el comentario. La conversación no iba como esperaba. ¿Dónde estaban los gritos, las lágrimas, los reproches? ¿Qué más podía esperar de una esposa tan fría como un témpano?

—Creo que no me estás escuchando, Rocío —exclamó—. ¡Te digo que me voy con otra mujer, que te abandono, y tú hablas de botas!

—Claro —dijo ella—. Tú puedes irte cuando quieras. Tus botas no están en el zapatero. ¿Qué te impide marcharte?

Llevaban años juntos, pero Buchete aún no sabía cuándo su mujer bromeaba y cuándo hablaba en serio. Al principio, esa serenidad y falta de conflicto le habían atraído. Además, Rocío era una gran ama de casa y tenía una figura envidiable.

Era tan firme, fiel y fría como un ancla de barco. Pero ahora Buchete amaba a otra. ¡La amaba con pasión, con pecado, con dulzura! Era hora de poner punto final y lanzarse a una nueva vida.

—Mira, Rocío —dijo con solemnidad—, te agradezco todo, pero me voy. Amo a otra, y a ti ya no.

—Madre mía —exclamó Rocío—. ¡Que no me ama, este tonto rematado! Mi madre amaba al vecino, y mi padre amaba el dominó y el orujo. ¿Y qué? Mira qué maravilla de hija salió.

Discutir con Rocío era inútil. Cada palabra suya pesaba como un quintal. Todo su ímpetu inicial se esfumó, y las ganas de pelear se le pasaron.

—Rocío, eres maravillosa —dijo Buchete, desanimado—, pero amo a otra. La amo con locura. Y me voy con ella. ¿Entiendes?

—¿Otra? —preguntó ella—. ¿No será la Natalia Cardoza, verdad?

Buchete retrocedió. Hacía un año tuvo un affaire con Natalia, pero nunca imaginó que Rocío la conociera.

—¿Cómo sabes…? —empezó, pero se mordió la lengua—. No importa. No es ella.

Rocío bostezó.

—Entonces, ¿quién? ¿La Silvia Buitrago? ¿Esa es?

A Buchete se le heló la sangre. Silvia había sido otra de sus amantes, pero pertenecía al pasado. ¿Cómo sabía Rocío? Ah, claro, ella era como una roca: nunca soltaba prenda.

—No —dijo él—. Ni Cardoza ni Buitrago. Es alguien distinto, una mujer increíble, la cumbre de mis sueños. No puedo vivir sin ella, y me voy. ¡No intentes disuadirme!

—Entonces debe de ser Maya —concluyó Rocío—. Ay, Buchete, pedazo de memo. ¿En serio crees que es un secreto? Maya Valentina Guijarro, treinta y cinco años, un hijo, dos abortos… ¿Eh?

Buchete se agarró la cabeza. ¡Le había dado en el blanco! Maya era precisamente su amante actual.

—¿Pero cómo? —balbuceó—. ¿Quién te lo dijo? ¿Me has estado espiando?

—Elemental, Buchete —contestó Rocío—. Cariño, soy ginecóloga hace años. He revisado a todas las mujeres de esta bendita ciudad, y tú solo has estado con un puñado. Con solo mirar donde hace falta, ya sé si has estado ahí, ¡pardillo!

Buchete respiró hondo.

—¡Supongamos que has acertado! —dijo con falsa seguridad—. Da igual si es Guijarro. No cambia nada: me voy con ella.

—Eres un ingenuo, Buchete —suspiró Rocío—. Podrías haberme preguntado antes. Por cierto, no tiene nada de especial, como cualquier mujer. Lo digo como profesional. ¿Has visto su historial médico?

—N-no… —admitió él.

—Claro que no. Primero, lávate ahora mismo. Segundo, mañana llamaré a Santi para que te reciba en el dispensario sin esperar cola —ordenó Rocío—. Luego hablamos. ¡Qué vergüenza! El marido de una ginecóloga, incapaz de elegir una mujer sana.

—¿Y qué hago? —preguntó él con voz quejumbrosa.

—Voy a freír los filetes —dijo ella—. Tú lávate y haz lo que quieras. Si buscas una cumbre de tus sueños sin enfermedades, ya sabes… pregúntame, te recomendaré algo mejor.

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