Estaba plantado en medio de un lujoso salón de banquetes en Madrid, con un esmoquin que costaba más que mi viejo coche, y aún así me sentía como un actor equivocado en una película que no era la mía. Soy Marcos, veintiocho años, operario de almacén, y esa noche debería haber sido mi gran boda con Lucía Mendoza, el tipo de mujer cuyo apellido abre puertas en este país.
Había más de quinientos invitados. Políticos. Empresarios. Gente influyente a la que solo había visto en la tele. Los candelabros de cristal brillaban sobre sus cabezas mientras hablaban de viajes, inversiones y nuevos proyectos. Intentaba recordarme que debía respirar y sonreír, como si aquella fuera realmente mi vida ahora.
Entonces lo vi a él.
Mi padre se coló por una puerta lateral como si no quisiera molestar, con el mismo traje viejo que compró hace más de diez años. Sus zapatos estaban gastados por los bordes. Sus hombros, un poco encorvados después de años de trabajo duro en nuestra pequeña parcela a las afueras del pueblo. Se quedó cerca de la salida de emergencia, con las manos juntas, intentando hacerse pequeño en un lugar que gritaba dinero.
Pero sus ojos… sus ojos brillaban. Orgullosos. Un poco nerviosos. Era el hombre que me crió solo después de que mi madre falleciera. El que madrugaba y trabajaba hasta tarde para que yo pudiera estudiar. Verlo allí, tan fuera de lugar, me apretó el pecho.
Iba a acercarme para llevarlo a la primera fila, donde debía estar, cuando lo escuché.
Una risa. Luego otra.
Un grupo de invitados se volvió a mirarlo.
—¿Quién es ese? —susurró una mujer, sin tanto disimulo como creía—. Parece que acaba de salir de un corral de gallinas.
Sonrieron sin sonreír. Ojeadas de arriba abajo. Un pequeño meneo de cabeza. La clase de mirada que lo dice todo.
Me ardía la cara.
Mi futuro suegro, Javier Mendoza, echó un vistazo desde su círculo de amigos importantes. Observó a mi padre de arriba abajo, frunció el ceño como si alguien hubiera manchado su suelo impecable y volvió a su conversación.
Mi futura suegra, Beatriz, soltó una risita que no llegaba a sus ojos.
—Mis futuros consuegros son un poco… humildes —dijo en voz baja a las mujeres a su alrededor—. Solo espero que se sienta cómodo en un sitio como este.
Todas rieron. La carcajada me atravesó el pecho.
Di un paso hacia mi padre, pero los dedos de Lucía se cerraron alrededor de mi brazo.
—Marcos, no —murmuró entre dientes—. Por favor, no montes una escena. Hoy ya es lo suficientemente estresante.
—Ese es mi padre —dije en voz baja.
—Lo sé —contestó, sin apartar la vista de sus invitados—. Déjalo ahí. Ya hablaremos con él más tarde.
Al otro lado del salón, mi padre me miró y negó levemente con la cabeza, con una sonrisa que dolía más que cualquier comentario.
No pasa nada, hijo. No te preocupes por mí.
Luego llegaron las fotos.
—¡Familia al frente, por favor! —gritó el fotógrafo.
Insistí en que mi padre viniera conmigo.
—Padre, ven —le dije, tendiéndole la mano.
Vaciló, pero empezó a cruzar el suelo pulido, sus zapatos viejos haciendo ruidos suaves, desiguales, que de algún modo sonaban más fuerte que la música. Los Mendoza se movieron casi al unísono, solo unos centímetros, solo lo suficiente para dejar hueco sin realmente integrarlo.
Fue entonces cuando el hermano pequeño de Lucía abrió la boca.
Se inclinó hacia sus amigos y habló lo bastante alto para que todos lo oyeran.
—¿Ese es su padre de verdad? Parece que se equivocó de puerta al salir del servicio.
Unos cuantos soltaron una risotada. Alguien incluso le dio una palmada en la espalda, como si fuera el chiste del año. Hasta los hombros de Lucía temblaron con una risa que intentó tragarse.
Mi padre se quedó paralizado medio segundo, luego forzó una sonrisa y siguió caminando hacia mí.
Algo en mí se rompió.
Dejé caer el ramo. Golpeó el suelo con un crujido que cortó la música.
—Anulo la boda —dije.
Por un instante, nadie se movió. Nadie respiró. El salón entero pareció inclinarse.
Luego el estruendo llegó de golpe.
Lucía se giró hacia mí, su cara pálida, luego roja como un tomate.
—Marcos, ¿qué haces? —gritó—. No puedes decir eso. No aquí. No ahora.
La voz de su padre resonó por encima de la suya.
—Pide disculpas —ordenó—. No vas a avergonzar a esta familia esta noche.
La gente se levantaba. Sacaban los móviles. Mi apellido, mi trabajo, mi ropa, todo sobre mí estabaY mientras las llamas crepitaban en la vieja chimenea, mi padre dejó escapar un suspiro profundo y me entregó un sobre amarillento con un sello que decía “Legado de los Hidalgo”, y supe que nada volvería a ser igual.





