Me llamo Lucía y tengo 28 años. Llevo casi una década criando sola a mi hijo, David. Su padre, Alejandro, falleció inesperadamente cuando David era un bebé. Una complicación cardíaca se lo llevó demasiado pronto. Solo tenía 23 años.
Éramos jóvenes, casi unos críos, cuando descubrimos que estaba embarazada. Asustados. Emocionados. Sin idea de lo que nos esperaba. Pero nos queríamos con locura, y estábamos decididos a salir adelante. Alejandro me pidió matrimonio la misma noche en que escuchamos el latido del corazón de David. Aquel pequeño tic-tac nos cambió la vida por completo, de la manera más hermosa.
No teníamos mucho. Alejandro era músico, yo trabajaba de noche en un bar mientras intentaba terminar un ciclo formativo. Pero teníamos sueños, esperanza y mucho amor. Por eso su muerte me destrozó. Un día estaba componiendo una nana para nuestro hijo, y al siguiente ya no estaba. Desapareció. Así, sin más.
Después del funeral, me mudé con una amiga y me centré en David. Fuimos solo él y yo, aprendiendo sobre la marcha. Ropa de segunda mano. Tortillas quemadas. Cuentos antes de dormir. Pesadillas. Risas. Lágrimas. Rodillas raspadas y palabras de consuelo en voz baja. Lo di todo por criarlo.
Pero para mi familia, especialmente para mi madre, Carmen, nunca fue suficiente.
Para ella, yo era el ejemplo de lo que no había que hacer: la hija que se quedó embarazada demasiado joven, la que eligió el amor sobre la razón. Incluso después de la muerte de Alejandro, no cedió. Me criticó por no volver a casarme, por no “arreglar” mi vida como ella creía que debía hacerlo. Para Carmen, ser madre soltera no era admirable ni valiente, era algo vergonzoso.
En cambio, mi hermana Sofía lo hizo todo “bien”. Novio de la universidad. Boda de cuento. Casa perfecta en las afueras. Naturalmente, era la hija predilecta. Y yo… la mancha en el retrato familiar.
Aun así, cuando Sofía nos invitó a David y a mí al baby shower, lo vi como una oportunidad. Un nuevo comienzo. La invitación incluía una nota escrita a mano: “Espero que esto nos acerque de nuevo”. Me aferré a esa frase como a un salvavidas.
David estaba emocionado. Insistió en elegir el regalo él mismo. Optamos por una manta de bebé hecha a mano —algo que cosí noche tras noche— y un cuento infantil que él adoraba: *Te quiero siempre*. “Porque los bebés merecen ser queridos siempre”, me dijo. Incluso hizo una tarjeta con purpurina y un dibujo de un bebé envuelto en una manta. Su corazón nunca dejaba de sorprenderme.
Llegó el día del baby shower. El lugar estaba decorado con elegancia: globos dorados, centros de flores y un cartel que decía “Bienvenida, pequeña Martina”. Sofía irradiaba felicidad, preciosa con su vestido de maternidad pastel. Nos abrazó con cariño. Por un instante, pensé que quizá las cosas podían mejorar.
Pero debí imaginármelo.
Cuando llegó el momento de abrir los regalos, Sofía desenvolvió el nuestro y sonrió. Acarició la manta con los ojos brillantes y dijo que era preciosa. “Gracias”, susurró. “Sé que la hiciste con amor”. Sonreí, con un nudo en la garganta. Tal vez era un nuevo comienzo.
Entonces mi madre se levantó, copa de cava en mano, lista para brindar.
“Quiero decir lo orgullosa que estoy de Sofía”, comenzó. “Lo ha hecho todo como debe ser. Esperó. Se casó con un buen hombre. Está construyendo una familia de la manera correcta. Respetable. Esta niña tendrá todo lo que necesita. Incluyendo un padre”.
Algunas miradas se volvieron hacia mí. Sentí cómo me ardía la cara.
Luego mi tía Loli —siempre con palabras que pinchaban como alfileres— soltó una risita y añadió: “No como el hijo ilegítimo de su hermana”.
Fue como un puñetazo en el estómago. Mi corazón se detuvo. Me zumbaban los oídos. Sentí cada par de ojos posarse en mí, para luego apartarse rápidamente. Nadie dijo nada. Ni Sofía. Ni mis primos. Ni una sola persona salió en mi defensa.
Excepto una.
David.
Estaba sentado a mi lado en silencio, moviendo las piernas en la silla, agarrando una bolsita de regalo blanca que ponía “Para abuela”. Antes de que pudiera detenerlo, se levantó y se acercó a mi madre, sereno y seguro.
“Abuela”, dijo, tendiéndole la bolsa, “te he traído algo. Papá me dijo que te lo diera”.
El silencio se apoderó de la habitación.
Mi madre, desconcertada, cogió la bolsa. Dentro había una foto enmarcada —una que no veía desde hacía años—. Alejandro y yo, en nuestro pequeño piso, semanas antes de su operación. Su mano sobre mi barriga redonda. Los dos sonreíamos, llenos de vida y amor.
Debajo de la foto había una carta doblada.
Reconocí la letra al instante.
Era de Alejandro.
La había escrito antes de la operación. “Por si acaso”, me dijo. La guardé en una caja de zapatos y me olvidé de ella. De algún modo, David la había encontrado.
Mi madre la abrió lentamente. Sus labios se movían mientras leía en silencio. Su rostro palideció.
Las palabras de Alejandro eran sencillas pero poderosas. Hablaba de su amor por mí, de sus ilusiones para David, del orgullo que sentía por la vida que habíamos construido. Me llamó “la mujer más fuerte que conozco”. A David lo llamó “nuestro milagro”. Decía: “Si estás leyendo esto, es que no lo logré. Pero recuerda esto: nuestro hijo no es un error. Es una bendición. Y Lucía… es más que suficiente”.
David la miró y dijo: “Él me quiso. Quería a mi mamá. Eso significa que no soy un error”.
No gritó. No lloró. Solo dijo la verdad.
Y con eso, rompió el ambiente.
Mi madre apretó la carta como si pesara, con las manos temblando. Su compostura perfecta se resquebrajó.
Me abalancé hacia adelante, abracé a David, con las lágrimas escoY mientras lo abrazaba, supe que nunca más permitiría que nadie nos hiciera sentir menos de lo que somos: una familia completa, llena de amor.