El mármol brillaba bajo los candelabros de cristal, iluminando con un halo de luz el imponente vestíbulo del flamante Torreón Mendoza en Madrid. Era la gala más esperada del año: más de doscientos invitados, todos adinerados, todos poderosos, todos convencidos de que el mundo giraba en torno a ellos.
Presidiendo aquel esplendor estaba Alfonso Mendoza III, un magnate cuya fortuna solo igualaba su arrogancia. Se movía entre la multitud como un rey, copa de brandy en mano, cada risa y gesto calculado para recordar a todos quién llevaba la corona.
Entre el mar de vestidos y esmoquines, una figura pasaba casi inadvertida. Lucía Vázquez, de treinta y cinco años, había sido contratada como limpiadora temporal por solo tres semanas. Su uniforme negro y sus pasos silenciosos estaban diseñados para mantenerla invisible.
Pero el destino —y la crueldad de Alfonso Mendoza— tenían otros planes.
Un resbalón, un grito ahogado y el estrépito de una bandeja de copas rompió el murmullo de la sala. El silencio cayó mientras Lucía se arrodillaba entre los cristales rotos, sus manos temblorosas recogiendo los pedazos. Doscientos ojos se clavaron en ella, expectantes.
La voz de Alfonso retumbó en el silencio, cargada de burla:
—¡Si bailas este vals, haré que mi hijo se case contigo!
Las risas fluyeron entre la élite. Algunos se reían abiertamente, otros fingían indignación, pero todos esperaban el espectáculo.
Al borde de la sala, Diego Mendoza, el hijo de veintiocho años de Alfonso, murmuró horrorizado:
—Padre, basta. Esto es ridículo…
Pero Alfonso, ebrio de brandy y poder, lo ignoró. Avanzó hacia el centro del salón y señaló a Lucía como si estuviera ante un tribunal.
—Esta chica no puede ni sostener una bandeja. Veamos si sabe marcar el compás. ¡Que suene un vals! Si baila mejor que mi esposa, Diego se casará con ella aquí mismo. Imagínense: el heredero de Mendoza S.A. desposando a la señora de la limpieza.
La sala estalló en carcajadas crueles.
Sin embargo, los ojos de Lucía no reflejaban vergüenza. Mostraban una calma que incomodó a más de uno. Se levantó despacio, se secó las manos en el delantal y miró fijamente a Alfonso.
—Acepto.
Los murmullos llenaron el aire. Alfonso parpadeó, creyendo haber oído mal.
—¿Qué has dicho?
—Acepto tu desafío —repitió Lucía, con voz firme—. Pero si bailo mejor, cumplirás tu palabra, aunque la hayas dicho en broma.
El público se inclinó hacia adelante, ansioso por lo que creían sería la humillación del siglo.
Un pasado desconocido
Isabel Mendoza, esposa de Alfonso, avanzó con una sonrisa burlona. Elegante a sus cincuenta años, era famosa en la alta sociedad por sus clases de baile y su trofeo del Club del Vals.
—¿Esperas que compita con ella? —se burló Isabel.
—No seas modesta, cariño —dijo Alfonso, sonriendo—. Para ti esto será pan comido.
Lucía no dijo nada. Pero su mente retrocedió quince años, cuando el mundo la conocía como Lucía del Río, primera bailarina del Ballet Nacional de España. Los críticos la comparaban con leyendas. El público lloraba en sus actuaciones.
Hasta la noche del accidente. Un choque tras una gala. Tres meses en coma. Los médicos advirtieron que tendría suerte si volvía a caminar. El escenario, dijeron, se había perdido para siempre.
Ahora estaba ahí, menospreciada como una empleada por un hombre que no sabía el fuego que acababa de encender.
La apuesta
Alfonso aplaudió.
—¡Hagan sus apuestas! Quinientos euros por mi esposa, mil por la limpiadora. Diego, coge una cámara —quiero pruebas de esta comedia.
Diego vaciló.
—Padre, por favor. Esto es cruel. Ella solo estaba trabajando…
—¡Silencio! —rugió Alfonso—. Ella aceptó. Ahora nos divertirá.
Lucía se irguió. Sus ojos brillaban no con ira, sino con serenidad.
—Señor Mendoza —dijo—, cuando gane —y lo haré—, no solo exijo la mano de su hijo. Exijo que se disculpe públicamente por juzgarme por el color de mi piel y el trabajo que tengo.
La multitud guardó un silencio incómodo. Alfonso rio, agitando su copa.
—De acuerdo. Cuando te humilles, estarás despedida en el acto. ¡Que suene la música!
El baile comienza
Isabel bailó primero. Sus movimientos eran pulidos, su postura impecable, sus pasos ensayados. La sala aplaudió con cortesía.
Luego Lucía tomó la pista. Cerró los ojos, exhaló despacio y asintió al DJ.
El vals comenzó.
Al principio, sus movimientos fueron sutiles. Después, conforme la melodía crecía, la verdad se reveló. Se deslizó con una gracia imposible, sus giros precisos, sus saltos elevándose. Fusionó ballet clásico con el vals, doblando la música a su voluntad.
El público olvidó respirar. Aquello no era una limpiadora tropezando con los pasos: era una artista renacida.
La sonrisa de Alfonso se desvaneció. La burla de Isabel desapareció. Los ojos de Diego brillaron de asombro.
Lucía terminó con una secuencia impresionante de fouettés antes de posar con absoluta dignidad. El silencio que siguió fue electrizante… hasta que estallaron los aplausos. Ovaciones, gritos, un tributo que hizo temblar los candelabros.
La revelación
El jefe de seguridad, Javier Morales, avanzó con su teléfono grabando.
—Señoras y señores, permítanme presentarles de nuevo a Lucía del Río, antaño primera bailarina del Ballet Nacional de España.
La multitud se quedó boquiabierta. Isabel balbuceó.
—Ella… ella se suponía acabada tras el accidente…
—Como pueden ver —dijo Lucía, con voz firme—, los rumores sobre mi fin fueron exagerados.
El rostro de Alfonso perdió todo color. Había ridiculizado a una de las bailarinas más célebres de España, y todo había quedado grabado.
Diego se adelantó.
—Señorita del Río, lamento el comportamiento vergonzoso de mi padre. Fue imperdonable.
Alfonso gritó:
—¡No te atrevas a disculparte!
Pero Lucía solo sonrió.
—Señor Mendoza, tenemos un trato. ¿Cumple su palabra, o prefiere que doscient—O prefiero que doscientos testigos vean que su reputación vale menos que su prejuicio —concluyó Lucía, mientras Diego, con los ojos brillantes de admiración, le tomó la mano y juntos sellaron un futuro donde el verdadero triunfo no fue la venganza, sino la redención de un corazón que aprendió a valorar lo que realmente importa.