Solo el motero intentó salvar al niño mientras todos grababan su agonía

El viejo motero comenzó la reanimación cardiopulmonar en el adolescente moribundo mientras todos grababan con sus móviles, demasiado asustados para ayudar. Yo observaba desde mi coche, paralizado, mientras aquel hombre de más de setenta años, con su chaqueta de cuero desgastada, presionaba el pecho del chaval sin que nadie más hiciera nada.

La madre del chico gritaba, suplicando a Dios, a cualquiera, pero solo el motero actuó. La sangre de sus propias heridas por la caída manchaba la camiseta blanca del muchacho mientras contaba las compresiones con una voz más áspera que la gravilla.

Los servicios de emergencia tardarían ocho minutos. Los labios del chico estaban azules. Y entonces, el motero hizo algo que nunca había visto, algo que perseguiría para siempre a quienes lo presenciaron.

Empezó a cantar.

No eran instrucciones de RCP. Ni rezos. Cantó «Caminito del Rey» con un acento andaluz quebrado, mientras bombeaba aquel pecho joven, lágrimas cayendo sobre su barba cana.

El aparcamiento entero enmudeció, solo su voz y el ritmo de las compresiones resonaban. Treinta bombeos. Dos respiraciones. Treinta bombeos. Dos respiraciones. «Caminito del Rey, que vas a la sierra…».

El chico había sido atropellado por un conductor ebrio mientras iba al Mercadona. El motero fue el primero en llegar, tirando su Honda para esquivar al mismo coche. Mientras el resto llamábamos al 112 y nos manteníamos a distancia, él se arrastró por el asfalto para llegar al muchacho.

«No me dejes, hijo», repetía entre versos. «Mi nieto tiene tu edad. Aguanta, no me abandones…», pero el chico no respondía.

Me llamo Javier Martínez, y fui uno de los cuarenta y siete testigos que vieron a Ramón «El Sevillano» López salvar una vida aquel día. Pero más que eso, vi cómo pagó un precio por ese milagro del que nadie habla cuando comparten esta historia en redes sociales.

Había visto a «El Sevillano» por el pueblo durante años: difícil pasar por alto a un motero viejo con una guitarra pintada en el casco y una moto que rugía como un trueno. Los tenderos se tensaban cuando aparcaba frente a sus locales. Las madres apretaban a sus hijos. El prejuicio era automático, irreflexivo. Barba blanca más chaqueta de cuero igual a peligro en la mayoría de las mentes.

Pero aquella tarde de martes rompió todos los estereotipos.

Estaba en mi coche, mirando el móvil, cuando escuché el impacto. El crujido del metal contra carne. El chirrido de frenos. Luego, el rugido de la Honda cortándose abruptamente cuando «El Sevillano» la tiró al suelo, chispas saltando al arrastrarse el cromo por el asfalto.

El chico —Daniel Garrido, supe después— llevaba su uniforme del Mercadona, seguramente llegando tarde a su turno. La furgoneta del borracho lo había lanzado seis metros. Cayó como un muñeco roto, miembros torcidos, un charco de sangre bajo su cabeza.

Todos salimos de los coches, formando un círculo. Los móviles aparecieron al instante. Pero nadie tocó al chico. Nadie sabía qué hacer. Su madre apareció de repente, dejando caer bolsas de la compra, naranjas rodando por el aparcamiento mientras se arrodillaba a su lado.

«¡Por favor! —gritó—. ¡Que alguien le ayude!».

Fue entonces cuando «El Sevillano» actuó. Sangraba por su propia caída, el brazo izquierdo torcido, heridas visibles bajo los desgarrones de su chaqueta. Pero se arrastró hasta Daniel sin dudar y buscó el pulso con dedos temblorosos.

«No late», anunció, comenzando las compresiones de inmediato. «Que alguien cuente. El brazo izquierdo no me sirve».

Nadie se movió para ayudar. Solo siguieron grabando.

Así que él contó solo, presionó con un brazo y determinación, insufló vida en aquellos pulmones inmóviles mientras el resto nos quedamos quietos como estatuas.

«Uno, dos, tres…». Su voz era firme a pesar del dolor evidente. Profesional. Como si lo hubiera hecho antes.

Después supe que así era. Ramón López había sido médico militar en la Legión. Salvó a diecisiete hombres en una sola batalla, ganó una medalla de la que nunca habló. Volvió a casa y encontró hermandad en un club de moteros que entendía lo que el desierto le había arrebatado.

Pero aquella tarde, solo vi a un viejo motero negándose a dejar morir a un adolescente.

A los cuatro minutos —una eternidad en RCP— empezó a flaquear. Su brazo bueno fallaba. El sudor se mezclaba con la sangre en su rostro. Entonces comenzó a cantar «Caminito del Rey», la canción que su abuela andaluza le había enseñado, la misma que tarareaba mientras salvaba vidas en el Sáhara cuarenta años atrás.

«Caminito del Rey, que vas a la sierra…».

Algo en aquella voz rota entonando una melodía tan triste sacudió a la multitud. Una enfermera de guardia se abrió paso, relevándolo en las compresiones cuando ya no podía. Un albañil se arrodilló junto a ellos, preparado para turnarse. La madre tomó la mano de su hijo, sumando su voz a una canción que no conocía.

«Caminito del Rey, que vas a la sierra…».

Todo el aparcamiento cantó. Cuarenta y siete extraños unidos por la desesperada canción de un motero viejo. Incluso los chavales que antes se reían, incluso el empresario que siempre se quejaba del ruido de su moto, incluso yo, el tipo que apretaba su cartera cuando él pasaba.

Seis minutos. Siete. «El Sevillano» no dejó de insuflar aire para el chico, aunque el suyo ya llegaba entre jadeos. La enfermera —Lucía, estaba de su día libre— mantuvo las compresiones con precisión.

«Caminito del Rey, que vas a la sierra…».

Ocho minutos. La mirada de «El Sevillano» se nublaba. Entendí con horror que él también se moría. Las heridas internas de su caída lo alcanzaban. Pero seguía insuflando aire, seguía cantando entre respiraciones.

«Caminito del Rey…».

Las sirenas resonaron por fin en el aparcamiento. Los paramédicos tomaron el relevo, aplicando oxígeno puro. Intentaron atender a «El Sevillano», pero él los apartó.

«Primero el chico —gruñó—. Yo estoy bien».

No estaba bien. Cualquiera podía verlo. Su piel estaba gris bajo el bronceado, la respiración entrecortada. Pero se quedó arrodillado en su propia sangre, observando el trabajo de los paramédicos, tarareando su maldita canción.

Y entonces —milagro de milagros— Daniel respiró.

Débil, apenas un hilo, pero real. Lo subieron a la camilla, su madre entrando en la ambulancia, pero no antes de tocar la cara de «El Sevillano» con manos temblorosas.

«Gracias —susurró—. Gracias».

«El Sevillano» sonrió, y entonces vi la sangre en la comisura de su boca. Una hemorragia interna. Grave.

«Señor, necesitamos llevarlo al hospital también —dijo un paramédico—. Necesita atención ahora».

«En un minuto —respondió él, intentando levantarse—». Dio tres pasos antes de que sus piernas cedieran.

Lo sostuve. Yo, el tipo que había temido durante años. Su peso casi nos derribó, pero otros se apresuraron a ayudar. El albañil, la enfermera, los chavales: todos lo sujetamos«No te rindas», le dije, sosteniendo su peso, mientras la canción de su abuela seguía resonando en el aparcamiento, un himno de segundas oportunidades que jamás olvidaríamos.

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