Lucía Fernández había trabajado antes para familias adineradas, pero la casa de los Delgado era algo completamente distinto. Todo relucía—suelos de mármol pulido, retratos con marcos de plata de antepasados severos y flores frescas que cambiaba cada día un florista de expresión impasible.
La residencia era silenciosa, solo rota por el suave tictac del reloj de péndulo en el pasillo. Sus tareas eran sencillas: limpiar, cocinar ocasionalmente y ayudar a la señora Mendoza, la ama de llaves, en lo que fuera necesario. La bebé, Martina Delgado, estaba al cuidado de su padre, Alejandro, y una sucesión de niñeras profesionales. Últimamente, las niñeras habían renunciado una tras otra, murmurando sobre el llanto incesante de la niña, su negativa a dormir y las exigencias imposibles del padre.
Aquella noche, el llanto se prolongó durante horas. Lucía no debía entrar en la habitación de la pequeña, pero no pudo ignorar esos gemidos desesperados. Entró en silencio, y el corazón se le encogió al ver a Martina en su cuna—puñitos diminutos agitándose, cara empapada, luchando por respirar entre sollozos.
—Tranquila, cariño —susurró Lucía, cogiendo a la bebé instintivamente.
Martina estaba caliente y temblorosa, su cabecita cayendo sobre el hombro de Lucía como si hubiera encontrado su refugio. Lucía se sentó en la alfombra, meciéndola suavemente mientras tarareaba una canción de cuna que no cantaba desde hacía años. Poco a poco, el llanto cesó. En minutos, Martina respiró profundo y calmada.
El cansancio pesaba, pero Lucía no quiso soltarla. Se recostó en la alfombra, con la bebé sobre su pecho, ambas arrulladas por el ritmo sosegado de su respiración. En ese instante de paz, Lucía se quedó dormida.
No oyó los pasos fuertes hasta que estuvieron a su lado.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
La voz era tan cortante que podría haber partido el aire en dos. Lucía despertó de golpe y encontró a Alejandro Delgado plantado frente a ella, el rostro helado de furia. Antes de que pudiera responder, le arrebató a la niña de los brazos. La ausencia repentina fue como un golpe físico.
—No tienes permiso.
—Lo siento —murmuró Lucía, incorporándose—. Solo se durmió. Lloraba sin parar y…
—Me da igual —cortó él con aspereza—. Eres la criada. No su madre. Nada.
En cuanto Martina perdió el contacto, estalló en llanto. Sus manitas se agitaron en el aire, los gritos agudos y desesperados.
—Cálmate, Martina. Todo está bien —murmuró Alejandro, incómodo, pero la niña solo lloró con más fuerza, retorciéndose en sus brazos, las mejillas arreboladas.
—¿Por qué no para? —preguntó entre dientes.
Lucía habló con voz baja pero firme:
—Lo intenté todo. Solo duerme si la sostengo. Es así.
Alejandro apretó la mandíbula. Dudó, como si no supiera si creerle. Los gritos de Martina se hicieron más urgentes.
—Devuélvemela —pidió Lucía, esta vez sin vacilar—. La asustas.
Él miró a su hija, luego a Lucía. Algo cambió en su expresión—confusión, indecisión y, al final… derrota. Le entregó a Martina.
La bebé se acomodó de inmediato en el pecho de Lucía, como si su cuerpo recordara dónde estaba a salvo. El llanto cesó en treinta segundos. Solo quedaron unos pocos sollozos antes de que se durmiera, plácida.
Lucía se recostó de nuevo, meciéndola suavemente, murmurando:
—Te entiendo, pequeña. Te entiendo.
Alejandro se quedó en silencio, observando. La casa siguió fría, pero aquella noche, el silencio fue distinto.
Horas después, cuando Lucía acostó a Martina en su cuna, no volvió a su habitación. Se quedó en un rincón del cuarto hasta el amanecer, velando por la niña.
A la mañana siguiente, la señora Mendoza entró sin hacer ruido y se detuvo al ver a Lucía allí. Observó a Martina, luego a ella.
—Solo se tranquiliza contigo —murmuró la mujer, casi para sí misma.
Alejandro no habló durante el desayuno. Su corbata estaba torcida y el café, intacto.
Esa noche lo intentaron de nuevo—primero la señora Mendoza, luego Alejandro. Ambos fracasaron. Martina lloró hasta quedarse ronca. Solo cuando Lucía apareció, con los brazos abiertos, se calló al instante.
Al tercer día, Alejandro esperó frente a la puerta del cuarto. No llamó. Solo escuchó. No había lágrimas. Solo una canción de cuna, medio tarareada, medio susurrada.
Al final, llamó. Lucía abrió y salió al pasillo.
—Necesito hablar contigo —dijo él en voz baja.
Ella cruzó los brazos.
—¿De qué?
—Debo disculparme. Por cómo te traté. Por lo que dije. Fue cruel. E injusto.
Lucía lo miró un largo rato antes de responder:
—Martina sabe la verdad. No le importa el dinero ni el apellido. Solo necesita calor.
—Lo sé —dijo él, bajando la mirada—. No duerme si no se siente segura.
—No es la única —respondió Lucía.
Alejandro levantó la cabeza.
—Lo siento, Lucía. Espero que te quedes. Por ella.
—Por ella —repitió ella, más suave esta vez.
No confiaba en él—no aún—pero Martina sí. Por ahora, bastaba.
A la mañana siguiente, Lucía recorrió la casa con determinación. No estaba ahí por aprobación ni caridad. Estaba por Martina.
En la cuna, la bebé dormía plácida, bracitos estirados, una sonrisa fugaz en los labios. Lucía se quedó junto a ella, simplemente mirando.
Su pasado resonaba en el silencio—momentos en los que le dijeron que su lugar no era amar, sino servir. Que el cariño había que ganárselo. Pero Martina sabía algo más.
La abrazaba como si hubiera esperado a Lucía toda su corta vida.
Y entonces, algo cambió.
Esa tarde, Alejandro apareció en la puerta del cuarto—no trajeado, ni con su habitual frialdad, sino con una manta de lana suave entre las manos.
—Esto estaba guardado —dijo con timidez—. Era mío, de bebé. Pensé que a Martina le gustaría.
Lucía arqueó una ceja pero aceptó la manta.
—Gracias.
Alejandro se acercó a la cuna. Martina despertó, parpadeando somnolienta, como preguntándose si podía confiar en el hombre frente a ella.
Lucía colocó la manta sobre la niña y, sin pensarlo, guió la mano de Alejandro para que reposara con suavidad sobre la espalda de su hija.
Durante un rato largo, se quedaron así—tres personas en un cuarto en calma, unidas no por dinero ni posición, sino por algo mucho más frágil y poco común.
Por primera vez desde que Lucía entró en esa casa, sintió calor.
Esta obra está inspirada en hechos y personas reales, aunque ha sido ficcionada con fines artísticos. Nombres, personalidades y detalles han sido modificados para proteger la privacidad y enriquecer la historia. Cualquier parecido con personas o situaciones reales es pura coincidencia.