—¡Si tu mujer no aprende a hablarme como es debido, voy a arrancarle todos los pelos de la cabeza, hijo mío!
La voz al otro lado del teléfono vibraba de rabia mal disimulada, tan cortante que incluso ahogaba el murmullo monótono de la oficina. Alejandro apretó el auricular contra su oreja y apartó la mirada del compañero que lo observaba con curiosidad. En la pantalla del ordenador, el informe anual quedó paralizado: tablas y gráficos que ahora parecían solo líneas y números sin sentido. Toda la realidad estaba en sus manos, densa, hirviente, llena de agresión.
—Mamá, ¿qué ha pasado?— preguntó, cansado, en voz baja.
—¡Han venido mis amigas! Marisol, Adela… ¡Mujeres decentes, no cualquiera! Yo, sacando los platos, cortando ensaladas, con el guiso en el horno. Le llamé a Clara, le pedí con buenas palabras: «Ven media horita, ayúdame, no puedo sola». ¿Y sabes qué me dijo?
Carmen hizo una pausa, dramática, como si estuviera en un escenario. Alejandro se la imaginó en la cocina, con su delantal de domingo, el teléfono en una mano y el cuchillo en la otra. En el salón, sus amigas, como un jurado silencioso, observaban.
—¡Me dijo que estaba ocupada!— soltó su madre, indignada—. ¡Que podía haberle avisado antes! ¿Eso es normal? ¿Con qué tono me habla? ¡Me humilló delante de mis invitadas! Mientras ellas escuchaban, se puso a darme lecciones sobre organización.
Alejandro se frotó el entrecejo. Conocía esa historia de memoria. Para su madre, cualquier desvío del plan era una catástrofe, y la culpable siempre era otra. Sabía que Clara, en verdad, estaba ocupada. Su trabajo desde casa exigía más esfuerzo que su rutina en la oficina. Pero para su madre solo existía un horario: el suyo.
—Mamá, dime exactamente qué pasó. ¿Qué te dijo ella?
—¿Exactamente?— la voz de Carmen sonó afilada—. Me dijo: «Carmen, ahora mismo no puedo, tengo una videollamada con clientes. Cuando termine, dentro de un par de horas, iré». ¡Así de claro! Pone su trabajo por encima de mí. ¿Tú te crees que eso es respeto? Debes traerla ahora mismo. Que se disculpe. Delante de todas.
No era una petición, era una orden. Alejandro imaginó salir corriendo de la oficina, recoger a Clara y llevarla a casa de su madre para que se arrodillara ante Marisol y Adela. El absurdo de la idea casi le hizo reír.
—Estoy trabajando, mamá. No puedo ir. Hablaremos esta noche.
—¡¿Esta noche?! ¡No lo entiendes! La humillación fue hace media hora. ¡Ahora mismo están pensando qué clase de nuera has traído a esta casa: una maleducada que desprecia a su suegra! ¡Soluciona esto ahora! ¡Llámala, oblígala a venir! ¿Eres un hombre o no?
Sentía cómo caía de nuevo en la trampa de su madre. No quería una solución. Quería demostrar su poder: que su hijo obedeciera y que su nuera se doblegara.
—Lo hablaré esta noche— repitió con firmeza, terminando la llamada—. Tengo que trabajar.
Dejó el teléfono boca abajo. Su compañero fingía no haber escuchado, pero Alejandro notaba su mirada, tan incómoda como la vergüenza que le dejó la conversación. Las cifras en la pantalla se le emborronaban. La noche iba a ser larga.
En casa, el aroma a café recién hecho y aire fresco lo recibió. Nada de olores a guiso o vapor de ollas. Aquí todo era ordenado, limpio. Clara estaba en el salón, concentrada en la pantalla del portátil. Solo al cabo de unos segundos lo notó.
Alejandro fue a la cocina, se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un trago. El frío le calmó algo el fuego interno. Finalmente, Clara se quitó los auriculares y lo miró. No había rastro de culpa en su cara, solo cansancio y calma.
—Hola. ¿Cómo estuvo tu día?
—Ha llamado mamá.
—Me lo imaginé. Colgó cuando le dije que no podía ir.
—Quiere que te disculpes. Delante de sus amigas.
Clara cerró el portátil con cuidado. Habló pausadamente, sin emotividad:
—Tenía una reunión con clientes alemanes. Estábamos cerrando los detalles de un proyecto que llevo meses gestionando. Le dije a Carmen: «Ahora mismo no puedo, pero en cuanto termine, iré». Y ella colgó. Eso es todo.
Sus palabras eran precisas, como datos en un informe. Y en esa serenidad, había una verdad irrefutable. De pronto, Alejandro vio dos escenas: el drama de su madre por los entrantes y la profesionalidad de Clara, de la que dependía su futuro. La elección que le imponían desde siempre le pareció ridícula.
—Entiendo— dijo, cortante. Cogió el teléfono y marcó el número—. Ven aquí.
Clara se acercó. Puso el altavoz, y casi al instante, la voz tensa de su madre resonó:
—¿Bueno? ¿Vendrán?
—Mamá, he hablado con Clara— respondió con frialdad—. Estaba trabajando. No podía dejarlo todo porque a ti se te ocurrió invitar a gente. No es tu criada. Es mi esposa.
Al otro lado, un silencio. Luego, un resoplido de indignación.
—¿Cómo te atreves…?
—No he terminado. No volverás a hablarle así. Ni a amenazarla. Si lo haces otra vez, no nos veremos más. ¿Entendido?
El silencio en la línea se volvió denso, como si alguien le hubiera quitado el suelo bajo los pies. Alejandro colgó antes que ella. Miró a Clara. No había triunfo en su mirada, solo comprensión. Sabía que esto era solo el principio. La primera batalla en una guerra que su madre ya había empezado.
Pasaron dos semanas. Dos semanas de silencio opresivo. Su madre no llamó. Ese mutismo lo inquietaba más que los gritos. Sabía que ella no se rendía. Solo preparaba el siguiente ataque.
Y llegó.
El teléfono lo despertó un sábado por la mañana. La voz de su madre sonaba extraña, demasiado dulce:
—Hijo, buenos días. He pensado… pronto es mi cumpleaños. No es una fecha redonda, pero me gustaría reunir a la familia. Tus tías, tus primas… ¿Tú y Clara vendrán? Es muy importante para mí…
Alejandro miró por la ventana el gris uniforme de la ciudad. Cada palabra de su madre era un peldaño hacia la trampa. «Los más cercanos». «Muy importante». No era una invitación, era una declaración de guerra, con todas las piezas colocadas y las reglas escritas.
—Iremos— dijo, sabiendo que negarse sería una victoria para ella, un argumento más ante la familia.
El día del cumpleaño, al entrar en su casa, el aire espeso olía a perfume, carne asada y parqué encerado. El salón estaba lleno: las hermanas de Carmen— Juana y Rosa—, casi idénticas, como copias desvaídas la una de la otra; sus hijas; Adela, la guardiana de los secretos familiares; y otros rostros del pasado, reunidos como actores en una obra. Todos se volvieron hacia ellos con sonrisas forzadas. Clara entró con la espalda recta, el rostro sereno. Sabía que era una prueba. Y estaba lista.
La velada comenzó con conversaciones densas, melosas. Tía Juana, sirviéndole más comida a Clara, suspiró:
—Come, hija, come. Las mujeres de hoy en día solo trabajan…Pero ahora, con la mirada firme y las manos entrelazadas, supieron que su hogar no era aquel salón lleno de juicios, sino el silencio compartido en el camino de regreso.