Te daría una fortuna por traducir esto” – El rico se ríe… hasta que ella lo callaEl millonario se quedó boquiabierto cuando la mujer de limpieza, con una sonrisa astuta, tradujo el texto a la perfección.3 min de lectura

**Eduardo reía a carcajadas en su despacho.** *”Te doy toda mi fortuna si logras traducir esto.”* **Rosa, la señora de la limpieza, cogió el papel con manos temblorosas.** Lo que salió de sus labios heló la risa en el rostro de Eduardo para siempre.

Eduardo Santillán se reclinó en su sillón de cuero italiano de 20.000 euros, observando desde el piso 47 cómo las hormigas humanas recorrían las calles de Madrid, la ciudad que prácticamente le pertenecía. A sus 45 años, había construido un imperio inmobiliario que lo convertía en el hombre más rico de España, pero también en el más implacable.

Su oficina era un templo a su ego: mármol negro, obras de arte que valían más que casas enteras, y una vista panorámica que le recordaba su superioridad. Pero lo que más disfrutaba no era su riqueza, sino el poder de humillar a quienes consideraba inferiores.

—*Señor Santillán* —la voz temblorosa de su secretaria interrumpió sus pensamientos—. *Han llegado los traductores.*

—Que pasen —respondió con una sonrisa cruel. La función estaba a punto de comenzar.

Durante días, había difundido un desafío por toda la ciudad: un documento encriptado en lenguas muertas y dialectos ancestrales que nadie había logrado descifrar. Un pergamino con símbolos entre árabe, chino clásico, sánscrito y otros idiomas que ni los expertos reconocían.

—*Damas y caballeros* —exclamó cuando los cinco traductores más prestigiosos entraron nerviosos—. *Bienvenidos al desafío que los hará millonarios… o los hundirá públicamente.*

Entre los presentes estaban el doctor Martínez, lingüista especializado; la profesora Chen, experta en dialectos orientales; Hassan al-Rashid, traductor de árabe; la doctora Petrova, estudiosa de lenguas muertas, y Roberto Silva, políglota autoproclamado.

—Si alguno logra traducir esto —agitó el pergamino como si fuera basura—, les doy toda mi fortuna. Quinientos millones de euros.

El silencio fue sepulcral.

—*Pero si fracasan* —añadió con sorna—, *cada uno me pagará un millón por hacerme perder el tiempo y admitirán públicamente que son unos farsantes.*

—¡Eso es abusivo! —protestó el doctor Martínez.

—¡Exacto! —Eduardo golpeó el escritorio—. *Porque ninguno vale un millón. Yo sí tengo quinientos porque soy superior.*

En ese instante, la puerta se abrió. Rosa Mendoza, de 52 años, entraba con su carrito de limpieza. Llevaba 15 años trabajando allí, invisible para hombres como él.

—Disculpe, señor —musitó, cabizbaja—. Volveré luego.

—¡No! —Eduardo la detuvo, divertido—. *Quédese. Esto será divertido.*

Señalándola como un trofeo, preguntó:

—*Rosa, cuéntales tu nivel de educación.*

—Solo terminé primaria, señor.

—¡Primaria! —aplaudió sarcástico—. *Y estos cinco “genios” no pueden hacer lo que usted hace: limpiar.*

Los traductores miraban al suelo, avergonzados.

—*Rosa, acérquese* —ordenó Eduardo, entregándole el pergamino—. *Ellos no pueden traducirlo. ¿Usted sí?*

Era una burla cruel. Pero al examinar el texto, algo brilló en los ojos de Rosa.

—No sé leer esto, señor.

—*Claro que no* —rió Eduardo—. *Ni ella ni estos “expertos”.*

Uno aRosa, con una serenidad que cortó el aire como un cuchillo, comenzó a recitar el texto en perfecto mandarín clásico, dejando a Eduardo petrificado al descubrir que la mujer que había subestimado por años guardaba un intelecto que eclipsaba al suyo, y en ese momento comprendió que la verdadera sabiduría no se mide en títulos, sino en la humildad de reconocerla donde menos se espera.

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