**19 de octubre, 2024**
Hoy vi algo que jamás olvidaré. Un motero viejo, de esos que la gente suele cruzar la calle para evitar, salvando la vida de un chaval mientras todos grabábamos con el móvil como imbéciles.
Estaba en mi coche, paralizado, viendo cómo ese hombre de setenta y tantos años, con la chaqueta de cuero rasgada, le hacía el RCP al chico en el suelo. La madre del crío gritaba, rogando a Dios, suplicando ayuda… pero solo el motero se movió. La sangre de sus propias heridas manchaba la camiseta blanca del chaval mientras contaba las compresiones con una voz áspera, como piedras rodando.
Los servicios de emergencia tardarían ocho minutos. Los labios del chico ya estaban azules. Y entonces ocurrió lo inesperado, lo que heló la sangre a todos los que estábamos allí.
El motero empezó a cantar.
No eran instrucciones. Ni rezos. Cantó *”Suspiros de España”* con una voz quebrada, entre lágrimas y jadeos, mientras seguía bombeando el pecho del muchacho. El aparcamiento entero enmudeció, solo su voz y el ritmo de las compresiones resonaban. Treinta bombeos. Dos respiraciones. Treinta bombeos. Dos respiraciones.
El chico había sido atropellado por un conductor borracho camino al Carrefour. El motero, el primero en llegar, había tirado su Yamaha para esquivar al mismo coche. Mientras el resto llamaba al 112 y se mantenía a distancia, él arrastró su cuerpo herido por el asfalto para llegar al chico.
—Quédate conmigo, hijo —decía entre estrofas—. Mi nieto tiene tu edad. Aguantas, ¿me oyes?
Pero estaba perdiéndole.
Me llamo Javier Mendoza, y fui uno de los cuarenta y siete testigos que vieron a Luis “El Galgo” Rojas salvar una vida esa tarde. Pero también vi el precio que pagó, algo que nadie menciona cuando comparten la historia en redes sociales.
A “El Galgo” lo había visto antes en el barrio —difícil no notar a un motero viejo con una Yamaha que truena y parches de toros en la chaqueta. Los tenderos ponían cara de disgusto cuando aparcaba. Las madres agarraban a sus niños. El prejuicio era automático. Barba canosa + chaqueta de cuero = peligro en la mente de muchos.
Esa tarde lo cambió todo.
Estaba en el coche, mirando el móvil, cuando oí el impacto. El crujido de metal contra carne. El chirrido de frenos. Después, el rugido de la Yamaha apagándose de golpe cuando “El Galgo” la tiró al suelo, chispas saltando al raspar el cromo contra el asfalto.
El chaval —Adrián López, supe después— llevaba el uniforme del Carrefour, seguramente llegando tarde a su turno. La furgoneta del borracho lo lanzó cinco metros. Cayó como un muñeco roto, piernas torcidas, un charco de sangre bajo su cabeza.
Todos salimos de los coches, formando un círculo. Sacamos los móviles. Pero nadie tocó al chico. Nadie sabía qué hacer. Su madre apareció de repente, dejando caer bolsas de la compra, manzanas rodando por el aparcamiento mientras se arrodillaba junto a él.
—¡POR FAVOR! —gritaba—. ¡Que alguien le ayude!
Entonces “El Galgo” actuó. Sangraba de sus propias heridas, el brazo izquierdo colgando sin fuerza, la piel al descubierto en los desgarrones de la chaqueta. Pero gateó hasta Adrián sin dudar, buscándole el pulso con dedos temblorosos.
—No late —anunció, empezando las compresiones—. Que alguien cuente. No puedo con el brazo izquierdo.
Nadie se movió para ayudar. Solo seguían grabando.
Así que “El Galgo” contó solo, bombeó con un brazo y voluntad de hierro, insufló aire en esos pulmones quietos mientras el resto éramos decorado inútil.
—Uno, dos, tres… —Su voz era firme, profesional. Como si lo hubiera hecho antes.
Y así era. Luis Rojas había sido médico militar en Bosnia. Salvó a dieciséis hombres en una sola noche, ganó una Cruz al Mérito Militar que nunca mencionaba. Volvió a casa a escupitajos y desprecio, encontrando hermandad en un club de moteros que entendía lo que la guerra le había robado.
Pero esa tarde, solo vi a un motero viejo negándose a dejar morir a un adolescente.
A los cuatro minutos —una eternidad en RCP— empezó a flaquear. Su brazo bueno fallaba. La sangre se mezclaba con el sudor en su rostro. Entonces comenzó a cantar *”Suspiros de España”*, la canción que su abuela le cantaba, la misma que tarareaba en las trincheras hace treinta años.
*”Suspiros de España que me hacen llorar…”*
Algo en su voz destrozada rompió el hechizo de la multitud. Una enfermera se abrió paso, tomando el relevo en las compresiones. Un albañil se arrodilló listo para rotar. La madre tomó la mano del chico, uniéndose a la canción que no conocía.
Todo el aparcamiento cantó. Cuarenta y siete extraños unidos por la canción desesperada de un motero. Los *cani*s que antes reían, el ejecutivo que se quejaba del ruido de la Yamaha, hasta yo —el que apartaba la mirada cuando “El Galgo” pasaba.
Seis minutos. Siete. “El Galgo” seguía insuflando aire, aunque su respiración ya era irregular. La enfermera —Elena, me enteré después— mantenía las compresiones con precisión.
—*”Llevan el llanto de mi corazón…”*
Ocho minutos. Los ojos de “El Galgo” se nublaban. Me di cuenta, horrorizado, de que él también se moría. Las heridas internas lo alcanzaban. Pero seguía insuflando aire a Adrián. Seguía cantando entre respiraciones.
Las sirenas llegaron al fin. Los paramédicos tomaron el relevo, oxígeno puro, brazos frescos. Intentaron atender a “El Galgo”, pero él los apartó.
—El chico primero —gruñó—. Yo estoy bien.
No estaba bien. Se veía en su piel gris, en su respiración entrecortada. Pero se quedó ahí, arrodillado en su propia sangre, tarareando esa maldita canción.
Y entonces —milagro— Adrián jadeó.
Débil, pero vivo. Los paramédicos lo subieron a la camilla, su madre entrando en la ambulancia tras tocar la cara de “El Galgo” con manos temblorosas.
—Gracias —susurró.
“El Galgo” sonrió. Y entonces vi la sangre en su boca. Hemorragia interna. Grave.
—Señor, necesita hospital YA —dijo un paramédico.
—En un minuto —farfulló, intentando levantarse. Dio tres pasos antes de desplomarse.
Lo sostuve. Yo, el que le tuvo miedo años. Pesaba como un muerto, pero otros ayudaron. El albañil, la enfermera, los *cani*s. Todos lo sostuvimos.
—Aguanta —ordenó Elena, tomándole el pulso—. Salvaste al chico. Ahora déjanos salvarte a ti.
“El Galgo” la miró con ojos que veían otra época.
—Dieciséis en Bosnia —murmuró—. Diecisiete ahora. Buen número.
Lo subieron a otra ambulancia. Su bazo estaba roto, llevaba sangrando internamente todo el tiempo. Los médicos dijeron que un hombre de la mitad de su edad habría colapsado antes. Él aguantó diez minutos, sostenido por pura terquedad y una deuda de treinta años.
Ambos sobrevivieron. Adrián tuvo daño cerebral leve, pero menosY ahora, cada vez que veo a “El Galgo” pasar con su Yamaha rugiendo, me quito la gorra en señal de respeto, recordando que los héroes a veces llevan parches en la chaqueta y cicatrices en el alma.