Cinco años después de perder a mi esposa, mi hija y yo asistimos a la boda de mi mejor amigo. Pero mi mundo se desmoronó cuando él levantó el velo de la novia. Mientras mi hija susurraba: “Papá, ¿por qué lloras?”, la novia clavó su mirada en mí… y en ese instante, todo se vino abajo.
Nunca planeé ir a esa fiesta. Mi compadre Álvaro tuvo que arrastrarme, prometiendo que me “sacaría del bache”. Había estado trabajando turnos dobles en la obra toda la semana y mi cuerpo parecía hecho de hormigón. “Solo una hora”, insistió, empujándome hacia el piso en el centro de Madrid. “Luego puedes volver a ser un ermitaño”.
Curioso cómo los momentos más importantes llegan cuando menos los esperas. La fiesta estaba llena de gente que parecía no haber cargado nada más pesado que una copa de vino. Me sentía fuera de lugar con mis vaqueros gastados y mi camiseta desteñida. Hasta que la vi. A Sofía.
Resultaba que ella tampoco debía estar allí. Más tarde supe que solo había ido a dejar algo a una amiga. Nuestras miradas se encontraron y algo hizo clic. Chispas, conexión, como quieras llamarlo; supe que quería que formara parte de mi vida. “¿Quién es esa?”, pregunté a Álvaro. Él siguió mi mirada y silbó bajito. “Sofía Montero. No pierdas el tiempo, tío. Su familia es dueña de media Castilla”. Pero yo ya caminaba hacia ella.
Sonrió cuando me acerqué, y esa sonrisa me golpeó como un martillo. “Soy Javier”, dije, extendiendo la mano. “Sofía”, respondió con voz suave pero segura. Su mano era pequeña pero firme. “Pareces igual de incómodo que yo”. Hablamos durante horas. No era la niña mimada que esperaba -solo calor genuino y curiosidad- y al terminar la noche, supe que estaba en problemas. “A mis padres les caerás fatal”, comentó cuando la acompañé al coche, la luna brillando en su pelo oscuro. “¿Es un problema?”, pregunté. Esos ojos que parecían verme el alma me miraron fijamente: “Probablemente. Pero creo que me da igual”.
Seis meses después nos casamos. Sus padres no vinieron a la boda. La desheredaron por completo: ni herencia, ni vacaciones familiares, nada. Pero Sofía solo apretó mi mano y dijo: “No me importa el dinero. Solo te quiero a ti”.
Durante un tiempo, fue suficiente. Nos mudamos a un piso modesto en Vallecas. Yo trabajaba en la construcción de día y estudiaba diseño arquitectónico por la noche. Sofía encontró trabajo en una galería local. Éramos felices, o eso creía. Hasta que nació Lucía, y algo cambió.
La calidez en los ojos de Sofía empezó a desaparecer. Comenzó a comparar nuestra vida con la que había dejado atrás. “Mi compañera de universidad acaba de comprarse un chalet en Marbella”, mencionó una noche mientras cenábamos macarrones en nuestra pequeña mesa. Lucía dormía en su cuna a nuestro lado. “Qué bien”, murmuré sin levantar la vista de mis planos. “Nos invitó a pasar unos días. Tuve que decirle que no podíamos pagar el viaje”. Sus palabras me escocieron. “No nos va mal, Sofía. Las cosas mejorarán”. “¿Cuándo?”, preguntó con voz cortante. “¿Cuando Lucía vaya a la universidad? ¿Cuando nos jubilemos? Estoy harta de esperar el ‘mañana’, Javier”.
Las discusiones se hicieron más frecuentes. Odiaba ajustar gastos y despreciaba nuestra vida humilde. “Esto no es lo que yo quería”, decía. Como si la hubiera engañado. Como si el amor pagara las facturas. “Sabías cómo era mi vida cuando te casaste conmigo”, le recordé durante una pelea especialmente dura. “Quizá ese fue el error”, respondió fríamente. “Pensé que para ahora serías más”.
Al día siguiente volví temprano del trabajo, con flores para sorprenderla. El piso estaba en silencio. La maleta de Sofía y todas sus cosas habían desaparecido. En la cuna encontré una nota: “Quiero el divorcio. Lo siento, pero nuestro matrimonio fue un error. He dejado a Lucía con la señora Martínez del tercero. Quédate con ella”.
Llamé a su móvil cien veces. Sin respuesta. Fui a la mansión de sus padres en la Moraleja, desesperado. El guardia de seguridad no me dejó pasar. “No es bienvenido aquí, señor”, dijo, casi apenado. “Por favor, solo necesito hablar con Sofía”, supliqué. “Debe marcharse”. Dos días después me llegaron los papeles del divorcio. Sofía había renunciado a sus derechos sobre Lucía. Los abogados de su padre lo gestionaron todo con brutal eficiencia.
Luego vino el golpe final. Seis meses después de su marcha, llamé a casa de sus padres por última vez. “Ha muerto”, dijo su madre con voz plana. “Sofía falleció en un accidente de tráfico. No llame más. Usted no significaba nada para ella”. La línea se cortó. Me desplomé en el suelo de la cocina, llorando hasta que el llanto de Lucía me hizo reaccionar.
Ni siquiera me dejaron visitar su tumba. Fue borrada de mi vida como si nunca hubiera existido. Me refugié en el trabajo y en criar a Lucía. Terminé mi carrera y pasé de construir casas a diseñarlas. La gente notó mi talento. En tres años tenía mi propio consultorio. Lucía creció siendo una niña lista y feliz, el vivo retrato de su madre.
Pasaron cinco años. La vida seguía y el dolor se había convertido en una molestia ocasional. Hasta que llegó la invitación. Diego, mi mejor amigo de hace años, se casaba. Habíamos perdido contacto cuando se alistó en la Legión, pero ahora quería que asistiera a su boda. “¿Qué opinas, Lucía? ¿Vamos a ver al tío Diego casarse?”, pregunté mientras mi hija coloreaba. “¿Habrá tarta?”, preguntó seria. “Claro que habrá tarta. Una enorme y muy elegante”. “Entonces vamos”, decidió, volviendo a su dibujo.
La boda era en un resort costero en la Costa del Sol, todo flores blancas y brisa marina. Diego me abrazó con fuerza al llegar. “¡Mírate! Triunfador y con la vida resuelta”, dijo dándome un golpe cariñoso en el brazo. “Y esta preciosidad debe ser Lucía”. Ella sonrió tímida.
La ceremonia era preciosa. Los invitados llenaban las sillas blancas en la playa. Lucía se balanceaba a mi lado, jugueteando con la flor que le había puesto en el pelo. La música empezó y todos se pusieron de pie. La novia avanzó por el pasillo con el rostro cubierto por el velo.
Entonces llegó el momento. Diego sonreía mientras ella se acercaba. Cuando llegó a su altura, levantó suavemente el velo. Dejé de respirar. Las lágrimas brotaron antes de que me diera cuenta de que estaba llorando. Lucía me miró confundida: “Papá, ¿por qué lloras?”. Me quedé paralizado, contemplando al fantasma de mi ex esposa muerta, vestida de novia. Sofía sonrió a los invitados, pero sus ojos se abrieronAl verme con nuestra hija, Sofía palideció, dio media vuelta y huyó por la playa mientras yo abrazaba a Lucía con fuerza, comprendiendo al fin que jamás necesité su vuelta para ser feliz.