Tras el funeral, la viuda me entregó una carta y lo que leí me dejó sin palabras

El cielo estaba gris la mañana del funeral de mi hermano. Estaba al lado de mis padres en la pequeña capilla. Mi abrigo negro me apretaba demasiado. Los zapatos me hacían daño. Pero no me importaba. Nada de eso era importante. Lo único que importaba era que Javier ya no estaba.

La gente llenaba los bancos. Algunos miraban al frente, vacíos. Otros lloraban. Mi madre estaba rígida, con un pañuelo en la mano que no usó ni una vez. Sus ojos permanecieron secos.

—¿Estás bien, mamá? —susurré.

Ella asintió sin mirarme. —Sí, Lucía. Solo estoy cansada.

Pero no estaba bien. Se notaba rara. Distante.

Mi padre se inclinó hacia un primo sentado en la segunda fila. Cuando se dio cuenta de que lo miraba, rápidamente apartó la vista.

Algo no encajaba. No era solo tristeza. Había algo más.

No dejaba de pillarlos mirándome. Mi padre. Mi madre. Y después apartaban la mirada, como si sintieran culpa.

La viuda de Javier, Carmen, estaba sentada unas filas más adelante, sola. Sus hombros temblaban mientras se secaba las lágrimas. Dolor real. Lágrimas sinceras. Nada fingido.

Cuando terminó el funeral, la gente se fue en pequeños grupos. Algunos me abrazaron. Otros no dijeron nada. Casi ni me di cuenta.

Me quedé junto a un árbol en el aparcamiento, necesitando aire.

Fue entonces cuando vi a Carmen caminando hacia mí con algo en las manos.

—Lucía, tengo que darte esto.

Era un sobre. Mi nombre estaba escrito en la parte delantera, con la letra de Javier.

—Me pidió que te lo diera. Después.

Lo miré fijamente. —¿Después de qué?

Ella apartó la vista. —Después de todo.

Lo cogí con las manos temblorosas.

—¿Él… dijo algo más? —pregunté.

Carmen negó con la cabeza. —No. Solo que era importante.

No lo abrí en ese momento. No quería. Todavía no.

Conduje a casa en silencio. Mi nombre en su letra me parecía extraño. Como si él todavía estuviera aquí. Como si pudiera hablar solo con abrirlo.

Pero no lo hice. No aún. Mi mente volvió atrás. A él. A nosotros.

Javier nunca fue cariñoso. No daba abrazos. No teníamos conversaciones profundas por la noche. Nunca llamaba solo para saludar.

Pero siempre estaba allí. Asistió a mi graduación del instituto. Se sentó en primera fila, callado, con las manos juntas.

Cuando a los dieciséis años estuve hospitalizada por una gripe, él apareció. Se quedó sentado a mi lado. No decía gran cosa. Pero no se iba.

Era como una sombra. Siempre presente. Nunca demasiado cerca.

A veces, cuando lo miraba, intuía algo más. Como si hubiera algo que quería decirme pero nunca se atrevía.

Me miraba, abría la boca, y luego la cerraba. Ahora ya nunca podría hacerlo.

Entré en casa, me senté en la cocina y miré el sobre una vez más. Finalmente, rompí el sello.

El papel dentro estaba doblado por la mitad. Olía ligeramente a él—a libros viejos y colonia. Mis manos temblaban mientras lo abría.

*Querida Lucía,*

*No hay manera fácil de escribir esto. He empezado y dejado esta carta más veces de las que puedo contar. Si la estás leyendo, es porque nunca tuve el valor de decírtelo a la cara. Lo siento.*

*Lucía… no soy solo tu hermano. Soy tu padre.*

Las palabras me dejaron sin aire. El corazón se me cayó a los pies.

*Tenía quince años. Era joven. Tonto. Me enamoré de alguien que entró en pánico al enterarse de que estaba embarazada. Quería huir. Mis padres intervinieron. Dijeron que te criarían como si fueras su hija—y que yo podría ser tu hermano. Se suponía que era para protegerte.*

*Pero nunca dejé de ser tu padre. Ni un solo día.*

Las lágrimas nublaron mi vista. Las sequé con la manga del jersey.

*Quería decírtelo cada vez que sonreías. En cada cumpleaños. En cada obra del colegio. Quería decir: “Esa es mi niña”. Pero no lo hice. Porque era un chico fingiendo ser alguien que no era.*

*Así que te vi crecer desde la distancia. Estuve ahí cuando pude. Me mantuve cerca, pero no demasiado. Esa era la condición. Y cuanto más crecías, más difícil se hacía.*

*Siento no haber luchado más. Siento no haber sido valiente. Merecías más que silencio. Merecías la verdad.*

*Te quiero, Lucía. Siempre.*

*Con amor, Papá*

Dejé caer la carta y me tapé la boca con las manos. No podía respirar. Lloré allí mismo, en la mesa de la cocina. Un llanto desgarrador. El pecho me ardía. Toda mi vida había cambiado en un instante.

Esa noche no dormí.

A la mañana siguiente, fui a casa de Carmen. Abrió la puerta lentamente. Sus ojos estaban rojos, igual que los míos.

—La has leído —susurró.

Asentí.

—¿Puedo pasar?

Ella se hizo a un lado. Nos sentamos en el salón en silencio.

—Yo no lo supe hasta después de casarnos —dijo al fin—. Me lo contó una noche tras una pesadilla. Temblaba. Le pregunté qué pasaba y me lo confesó todo.

La miré. —¿Por qué nunca me lo dijo?

Carmen tragó saliva. —Quiso hacerlo. Muchas veces. Pero tenía miedo. Miedo de romperte el corazón. Miedo de que le odiaras.

Me froté las manos. —Ahora todo cobra sentido. La distancia. Su forma callada de quererme. Siempre noté que ocultaba algo.

—Te quería más que a nada, Lucía. Esa carta le destrozó. Pero me hizo prometerle que, si algo le pasaba, tenía que dártela.

—No lo conocí —murmuré—. No de verdad.

Carmen me tomó la mano. —Sí que lo conocías. Solo no sabías por qué era así.

Asentí lentamente. Una lágrima recorrió mi mejilla, pero no la sequé.

—Ojalá me lo hubiera dicho antes.

—Él también lo deseaba.

Volvimos a quedarnos calladas. No hacía falta decir nada más. Pero yo sabía qué tenía que hacer.

Aparqué frente a la casa donde crecí. SMientras el viento movía las cortinas blancas de mi antigua habitación, respiré hondo y supe que, pese al dolor, al fin podía construir mi verdad a partir de la suya.

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