La tierra cayó con un golpe sordo sobre la tapa del ataúd. Cada ruido resonaba en el pecho de Estrella. Nuria, su hija, había muerto de repente en una carretera bajo la lluvia con solo dieciocho años. Javier, su marido, destacaba entre los presentes, su rostro era una máscara impenetrable. En dos décadas de matrimonio, nunca había logrado descifrar lo que escondía aquella expresión.
“Es hora de irnos”, dijo él cuando el duelo se disipó. En el coche, habló con firmeza y pragmatismo. “Tenemos que ir al centro de donaciones. Hay que recoger las cosas de Nuria y repartirlas cuanto antes.”
Estrella sintió un frío que le heló el corazón. “Javier, el funeral terminó hace apenas horas.”
“Esa es la idea”, contestó él con brusquedad, la mirada fija en la carretera. “Aferrarse solo lo empeora. Es como arrancar una tirita. Cuanto antes, mejor.”
Aquel hombre le resultaba extraño. O quizá, por fin, lo veía tal como era. Esa noche, despertó al oír su voz susurrante en el pasillo. “Todo va según lo planeado”, murmuraba al teléfono. “Mañana se llevan las cosas. No, no sospecha nada.”
A la mañana siguiente, Javier cargaba cajas en su habitación. “Los de la mudanza vienen pasado mañana”, anunció. “Hoy lo guardamos todo.” Le entregó una lista con cada aspecto de la vida de Nuria organizado para deshacerse de ello.
“Javier, no puedo”, suplicó ella, con la voz quebrada.
Su expresión se tornó furiosa. “¡Deja de aferrarte al pasado! ¿Crees que esto es fácil para mí?” Luego se suavizó y la abrazó. “Lo siento”, murmuró. “Esto nos ayudará a los dos a seguir adelante. Confía en mí.”
Ella asintió débilmente, demasiado cansada para luchar. Tal vez tenía razón.
A solas, Estrella entró en la habitación de Nuria. Estaba iluminada y cálida, detenida en el tiempo. Se sentó en la cama donde habían hablado durante horas del instituto, de los chicos y del sueño de Nuria de estudiar biología marina. Abrió el armario y empezó a doblar la ropa, cada prenda un recuerdo. Un vestido de graduación. Una bufanda. Luego su vestido favorito de seda. Estrella lo apretó contra su rostro, inhalando el aroma que aún quedaba de su hija.
Javier apareció sin llamar. Le arrancó el vestido de las manos. “Esto ya no le sirve a nadie. No te tortures.” Lo lanzó a una bolsa de donaciones y se marchó.
Estrella miró la puerta, su determinación creciendo. Algo no encajaba. Su mirada se posó en la mochila de Nuria. Entre los libros, encontró una nota doblada escrita con la letra apresurada de su hija.
*Mamá, si ves esto, mira detrás de mi cama. Lo entenderás.*
Su corazón latió con fuerza. Se arrodilló y encontró una caja negra sellada pegada en un rincón del somier. Los pasos de Javier resonaban en el pasillo cuando la tocó.
Para la cena, Estrella había escondido la caja en la rejilla del baño, el único sitio que él nunca revisaba. Bajó vistiendo su máscara de dolor.
“He hecho una gran donación al instituto”, dijo Javier mientras cenaban comida entregada a domicilio. “Pondrán una placa en memoria de Nuria.”
Estrella lo observó con atención. ¿De dónde había sacado el dinero? Los papeles que había descubierto mostraban deudas. A menos que… fuera el seguro.
“Eso es generoso”, respondió con calma, “teniendo en cuenta nuestra situación.”
“El negocio va mejor”, se encogió de hombros. “Por la memoria de Nuria.” Levantó su copa. Al girarse, ella notó un gesto rápido de su mano sobre su vaso. ¿Paranoia o advertencia?
“Preferiría un sedante”, dijo, levantándose. Más tarde, en el dormitorio, Javier la esperaba con agua y dos pastillas desconocidas. La observó atentamente mientras fingía tragarlas. En cuanto se fue, las escupió en un pañuelo. Las analizaría más tarde.
Por la mañana, supo que debía actuar. “Necesito pasar por el trabajo”, mintió. “Unos documentos que firmar.”
“Pediré un taxi”, insistió él. “Rastrearé que llegues bien.”
Un escalofrío la recorrió. La vigilaba. Improvisó, saliendo una manzana antes y enviando un mensaje a la única persona de confianza: Ricardo Fernández, un viejo amigo de la familia y policía jubilado. *Urgente. Vida o muerte.*
Veinte minutos más tarde, se encontraron en una cafetería junto al río. “Estrella”, dijo él con preocupación. “¿Qué ocurre?”
“Nuria no murió por accidente”, exclamó ella. “Javier lo planeó por el seguro. Ahora quiere acabar conmigo también.”
El rostro de Ricardo se crispó al mostrarle las fotos de los documentos. Nuria, astuta como siempre, había reunido pruebas: las deudas de Javier, su amante, pólizas millonarias y mensajes de un mecánico sobre “arreglar el problema con la hijastra.”
“Y esto”, añadió, mostrándole el pañuelo con las pastillas.
Ricardo las fotografió. “Las analizaré. Si acierto, es suficiente. Ponte esto.” Le entregó un micrófono del tamaño de un botón. “Graba directamente para mí. Haz que hable.”
“Debo volver”, dijo ella. “Los originales están en casa.”
“Ten cuidado, Estrella”, advirtió. “Tu seguridad es lo primero.”
Al regresar, los de la mudanza seguían allí. Javier los supervisaba con frialdad. “¿Dónde has estado?” exigió.
“La reunión se alargó”, respondió con serenidad.
Mientras él despachaba, entró al baño. La caja había desaparecido.
El terror la paralizó. Lo sabía. Al salir, se encontró con Javier esperando.
“¿Perdiste algo?”, preguntó suavemente. Sostenía una memoria USB—la de la caja de Nuria.
“Nuria era lista”, murmuró. “Demasiado lista. Se convirtió en un problema.”
“¿Un problema para qué?”, preguntó Estrella, con el corazón en un puño. El micrófono grababa.
“Para una vida nueva”, se encogió de hombros. “Estoy harto de este matrimonio, de esta casa. Necesitaba dinero. El seguro de Nuria era el primer paso. El tuyo, el siguiente.” Su tono era frío. “Un trágico accidente. Un viudo afligido cobra y desaparece.”
“Eres un monstruo.”
“Soy práctico”, replicó. “Nuria lo arruinó. Ahora tú también.” Se acercó. “¿Con quién te viste? ¿Quién sabe?”
Ella calló. Él levantó el móvil. “No importa. El GPS es útil.” Mostró la ruta del taxi, terminada en el Café del Río. “¿Quién estaba ahí?” Accedió a las cámaras de seguridad.
Los de la mudanza gritaban abajo. Javier la arrastró al armario, vendándole manos y boca. “Quédate callada”, gruñó antes de cerrar la puerta.
El pánico crecía. El micrófono. Ricardo habría oído. ¿Llegaría a tiempo? Vio su móvil en el tocador. Con manos atadas, tecleó: *Dormitorio, segunda planta, ayuda.*
Javier volvió cuando los mudadores se marchaban. Ella agarró una lámpara y se escondió tras la puerta. Al entrar, golpeó.
Él tambaleó, pero no cayó. Más fuerte, la lanzó contra la pared. De una maleta sacó una jeringuilla. “Quería que fuera”Quería que fuera rápido e indoloro”, gruñó, “pero ahora sufrirás como Nuria”, y en ese instante, la puerta se abrió de golpe y Ricardo entró con la policía, desarmando a Javier mientras Estrella, entre lágrimas, comprendió que la justicia de su hija finalmente había llegado.