Pablo estaba metiendo ropa a toda prisa en la maleta cuando entré en nuestro dormitorio. Ni una explicación, ni una mirada, solo un empaquetado frenético como si la casa estuviera en llamas. “¿Qué estás haciendo?”, pregunté.
Ni siquiera levantó la vista. “Lo que debería haber hecho hace años.”
Sus palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago. Veintidós años de matrimonio y así terminaba todo. “Pablo, para”, le agarré el brazo, pero se sacudió mi mano. “Háblame. ¿Qué pasa?”.
Finalmente me miró a los ojos, y lo que vi allí me aterró: nada. Ni culpa, ni tristeza, solo una determinación gélida. “Me voy, Sara. Hoy.”
“¿Hay alguien más?”, solté la pregunta sin poder evitarlo.
Hizo una pausa. “Esto no va de otra persona. Va de que necesito respirar.”
Pero yo lo sabía. La forma en que llevaba el móvil boca abajo desde hacía meses, las reuniones que acababan cada vez más tarde. Había intentado ignorar mis sospechas, pero ahora me gritaban en la cara.
“Necesito que transfieras mi mitad del ahorro a mi cuenta personal”, dijo, cerrando la maleta con gesto definitivo.
Ahí entró el pánico de verdad. El dinero. El fondo universitario de nuestra hija, Lucía. Bajé las escaleras a toda prisa, con los pies descalzos golpeando el parqué. Lucía levantó la vista de su tazón de cereales, su cara de doce años arrugada por la preocupación. “Mamá, ¿qué pasa?”.
“Nada, cariño. Papá se va de viaje.” La mentira me supo amarga.
Abrí el portátil con los dedos temblorosos y entré en nuestra cuenta bancaria. Me quedé paralizada ante la pantalla. La cuenta corriente mostraba 247 euros. La de ahorros, cero. El fondo universitario de Lucía, al que habíamos estado aportando doce años y que debería tener 75.000 euros, también decía cero.
“No”, susurré. “No, no, no.”
Actualicé la página. Los números no cambiaron. Revisé el historial. Tres días antes, mientras yo estaba en mi club de lectura, Pablo había transferido todo. No solo su parte, no solo nuestro dinero, sino también el futuro de Lucía.
Pasos en las escaleras. Pablo apareció arrastrando la maleta. Pasó de largo como si fuéramos muebles.
“¿Y ya está?”, atiné a decir. “¿Veintidós años y te vas así, sin más?”
Se detuvo, con la mano en el pomo. “Te he dejado un mensaje de voz explicándolo todo.”
“No quiero un mensaje. Quiero que mires a tu hija y le digas por qué la abandonas.”
Lucía se levantó. No lloró, no corrió hacia él. Solo lo miró con esos ojos inteligentes que tanto se parecían a los suyos.
Pablo la miró unos tres segundos. “Lo entenderás cuando seas mayor”, dijo. Luego me miró a mí. “No lo hagas más difícil de lo que es.” La puerta se cerró tras él con un clic discreto.
“¿Va a volver?”, preguntó Lucía.
Quise mentir, pero ella ya sabía la respuesta. “No lo creo, cariño.”
Asintió, procesándolo. “¿Se ha llevado nuestro dinero?”
La pregunta me pilló por sorpresa. ¿Cómo podía saberlo? “Una parte”, respondí con cuidado.
“¿Mi fondo de la universidad también?”
Solo asentí. Lucía recogió su tazón, lo llevó al fregadero, lo enjuagó y lo guardó. Luego se volvió hacia mí con una expresión que nunca había visto en su cara de niña. “Mamá, no te preocupes”, dijo. “Yo me he ocupado.”
La casa se sentía distinta esa primera semana sin Pablo. Lucía, sin embargo, se movía por nuestro mundo destrozado como si nada hubiera pasado. Cada mañana a las 7:15 aparecía en la cocina, vestida, con la mochila lista. Me daba un beso en la mejilla y decía: “Que tengas un buen día, mamá.”
Era inquietante. Una tarde, mientras hablaba por teléfono con mi hermana Isabel, oí el tecleo rápido de Lucía en su habitación. Supuse que estaría chateando con amigos. Colgué y le preparé su cena favorita. Llamé a su puerta. “Adelante”, dijo.
Lucía estaba en su escritorio, con la pantalla del portátil ladeada. Lo cerró rápido al verme. “Te traigo comida, cielo.”
“Gracias, mamá.” Al dejar la bandeja en su mesita, vi papeles esparcidos, libros y un correo impreso medio escondido. Los nombres en el encabezado me helaron la sangre: Pablo y Rebeca. Con las manos temblorosas, saqué el papel. Los mensajes eran de hacía tres semanas, hablando de horarios, reservas de hotel y “solucionar lo de Sara”.
“Mamá”, la voz de Lucía en la puerta me hizo saltar. Estaba allí, con el plato vacío, sus ojos serenos y calculadores.
“Lucía, ¿de dónde ha salido esto?”
Dejó el plato y cerró la puerta. “Papá no es muy bueno con las contraseñas.”
“¿Cuánto llevas sabiendo lo de Rebeca?”
“Seis semanas. Lo del dinero lo descubrí el día antes de que se fuera.”
Seis semanas. Mientras yo vivía en la ignorancia, mi hija cargaba con ese secreto. Me sentí enferma. “¿Por qué no me lo dijiste?”
“Quería estar segura”, dijo, pareciendo por un momento la niña de doce años que era. “Y quería saber qué hacer.”
“Cariño, esto no es tu responsabilidad.”
“Sí lo es”, afirmó con firmeza. “Robó mi fondo universitario. Nos mintió a las dos. Alguien tenía que hacer algo.”
Miré su habitación con otros ojos. “¿Qué más sabes?”
Lucía sacó un cuaderno espiral de debajo del colchón. Las páginas estaban llenas de notas, capturas de pantalla y datos bancarios. Mi hija había estado espiando a su propio padre.
“Papá cree que es listo, pero es un despistado”, explicó. “Usa la misma contraseña para todo. No borra el historial.”
“Lucía, esto… colarse en cuentas ajenas… no es legal.”
Me miró, con una madurez que asustaba. “Tampoco lo es robar 75.000 euros a tu hija.”
“Enséñame todo”, dije.
Abrió su portátil y entró en una carpeta llamada “Proyecto de Ciencias”. Dentro había subcarpetas: Registros Bancarios, Mensajes, Pruebas de Fraude.
“Empezó con el segundo móvil de papá”, dijo, abriendo un archivo. “Creía que lo escondía, pero lo vi usarlo una noche.” La pantalla se llenó de conversaciones entre mi marido y Rebeca, una compañera de su empresa de contabilidad. Planeaban su futuro juntos.
“Y va a peor, mamá”, continuó, abriendo otra carpeta. “Rebeca lleva dos años robando a sus clientes.” Las pruebas eran abrumadoras: transferencias, facturas falsas, informes trucados.
“Lucía, ¿cómo has entrado en sus sistemas?”
“Rebeca usa la misma contraseña para todo: Rebeca2011. Su nombre y el año que se graduó. Lo encontré en su LinkedIn.” Lucía encogió los hombros. “La gente es muy predecible.”
Abrió otra carpeta y mi mundo volvió a tambalearse. Extractos bancarios a mi nombre, de cuentas que nunca abrí. Solicitudes de crédito con el DNI de Lucía.
“Mamá, papá no solo robó nuestro dinero. Ha usado nuestras identidades para pedir préstamos. Los 75.000 de mi fondo eran solo la entrada de un préstamo de 200.000 a mi nombre. Él y Rebeca ibEl teléfono sonó días después, pero esta vez no era Pablo pidiendo clemencia, sino la policía informándome que habían sido detenidos por fraude y suplantación, mientras Lucía, con una sonrisa tranquila, seguía haciendo sus deberes como si el mundo ya estuviera en orden.