**Diario de un Hombre**
El sol se ocultaba entre las lápidas de mármol mientras Javier Mendoza permanecía inmóvil frente a la tumba de su esposa, Lucía. El multimillonario dueño de Mendoza Corporation había asistido a incontables funerales de empleados, socios e incluso rivales, pero nada se comparaba con el día en que enterró al amor de su vida dos años atrás.
O eso creía.
Su traje negro parecía pesar más bajo la carga de un duelo que nunca lo abandonó. Colocó flores blancas frescas sobre la lápida y susurró: “Daría toda mi fortuna por verte solo un instante más”.
“Quizá no tengas que hacerlo”.
Javier se giró bruscamente. A pocos pasos, una niña de no más de trece años, el rostro manchado de tierra, el pelo enmarañado y la ropa hecha jirones, lo miraba con ojos azules que brillaban con una certeza perturbadora.
“¿Qué has dicho?”, exigió, con un tono helado.
La niña se acercó, ignorando su furia. “Tu esposa… no está muerta”.
Javier sintió un nudo en el pecho. “Imposible. Lucía murió en un accidente. Yo mismo la enterré”.
Ella negó lentamente. “Enterraste a otra. Tu esposa vive. Yo la he visto”.
El viento frío del cementerio pasó entre ellos, pero Javier apenas lo notó. La miraba fijamente, buscando algún indicio de mentira, pero no había risa ni burla en su voz. Solo certeza.
“¿Quién eres?”, rugió. “¿Qué clase de juego es este?”.
“Me llamo Clara”, respondió ella, suave pero firme. “No miento. Ella está viva… y necesita tu ayuda”.
Los puños de Javier se cerraron. “Si esto es una estafa—”.
“¡No lo es!”, interrumpió Clara, con la voz quebrada. “Sé dónde está. Pero si ellos descubren que te lo conté, la matarán. Y a mí también”.
Javier se quedó paralizado. ¿Ellos?
Respiró hondo, forzándose a calmarse. “Empieza desde el principio. ¿Quién la tiene? ¿Dónde está?”.
Clara miró alrededor, como si las tumbas pudieran escuchar. “Aquí no. Podrían estar vigilando”.
Javier observó sus harapos, sus manos temblorosas. Si era una trampa, era la más convincente que había visto. Pero… ¿y si no lo era? ¿Y si Lucía seguía viva?
“Sube al coche”, ordenó al fin. “Vamos a un lugar seguro”.
El Audi negro arrancó en silencio, con Clara encogida en el asiento trasero. Javier, tenso como un resorte, no apartaba la vista de ella.
“Habla”, exigió.
Ella tragó saliva. “Hace dos años, el accidente de tu esposa fue un montaje. La secuestraron”.
El corazón de Javier latió con fuerza. “¿Quién?”.
“No sé sus nombres”, susurró. “Pero son poderosos. La tienen en una mansión cerca de Toledo. Vigilada. Yo… estuve allí”.
Javier se inclinó. “¿Cómo sabes esto?”.
“Porque escapé”, contestó, con lágrimas en los ojos. “Secuestran a más mujeres. Yo debía ser una de ellas, pero huí”.
La sangre le ardía en las venas. ¿Lucía, viva, encerrada, sufriendo mientras él lloraba su muerte? Una ira glacial lo consumió.
“¿Dónde está esa casa?”.
Clara negó. “No puedo decírtelo así. Si me ven cerca de allí, me matarán”.
Javier sacó el móvil. “Contrataré seguridad. Te protegeré”.
Pero ella le agarró el brazo. “Ni seguridad ni policía. Tienen contactos en todas partes. Si avisas, la matarán”.
Javier, un hombre que movía mercados y derribaba competidores, se sintió por primera vez sin control.
“¿Por qué me cuentas esto?”.
“Porque ella me salvó”, murmuró Clara. “Tu esposa… me ayudó a escapar. Me dijo que te encontrara”.
La respiración de Javier se cortó. Por un instante, vio el rostro de Lucía: su sonrisa, su risa, sus manos entrelazadas.
“¿Tienes pruebas?”.
Clara sacó una foto arrugada. Javier la cogió con manos temblorosas.
Era Lucía. Demacrada, con el pelo despeinado, pero era ella. Y en sus ojos, aquel fuego que él amaba. Al dorso, dos palabras garabateadas: *”Ayúdame”*.
Javier apretó la foto hasta que los nudillos le palidecieron.
“¿Dónde está?”, preguntó, con voz de hielo.
Clara dudó. “Si te lo digo, no habrá vuelta atrás. Irán también por ti”.
Javier se inclinó, la mirada incendiaria.
“Que lo intenten. Porque quien se llevó a mi esposa está a punto de descubrir lo que ocurre cuando desafías a Javier Mendoza”.
Y así comenzó una investigación que sacudiría hasta los cimientos de Madrid.
[Nota final]
A veces, la esperanza llega donde menos se espera. Un hombre poderoso aprendió que el amor no entiende de tumbas ni de mentiras. Y una niña sin hogar recordó al mundo que hasta el más pequeño de los destellos puede alumbrar la verdad más oscura.