Tu esposa sigue viva”, dijo la joven sin hogar—y el magnate inició una investigación impactante.

El sol se ocultaba tras las lápidas de mármol mientras Ricardo Mendoza permanecía inmóvil, contemplando la tumba de su esposa, Lucía. El magnate dueño de Mendoza Corporación había asistido a innumerables funerales de empleados, socios e incluso rivales, pero ninguno se comparaba al día en que enterró al amor de su vida dos años atrás.

O eso creía.

Su traje negro le pesaba bajo el duelo que nunca lo abandonó. Colocó lilas blancas frescas sobre la tumba y susurró: “Daría toda mi fortuna por verte una vez más”.

“Quizá no sea necesario”.

Ricardo se giró bruscamente. A pocos metros, una niña de no más de trece años, el rostro manchado de tierra, el pelo enmarañado y la ropa harapienta colgando de su delgado cuerpo, lo miraba fijamente. Parecía no haber comido en días.

“¿Qué has dicho?”, exigió él, con voz cortante.

La niña se acercó, ignorando su tono áspero. Sus ojos azules brillaban con una certeza inquietante. “Su esposa… no está muerta”.

Ricardo sintió un nudo en el pecho. “Eso es imposible. Lucía murió en un accidente de coche. Yo mismo la enterré”.

Ella negó lentamente con la cabeza. “No. Enterró a otra. Su esposa vive. Yo la he visto”.

Un viento frío barrió el cementerio, pero Ricardo apenas lo notó. La observó, buscando algún indicio de mentira. No sonreía, no bromeaba. Su voz transmitía una convicción que le heló la sangre.

“¿Quién eres?”, interrogó. “¿A qué juegas?”.

“Me llamo Violeta”, murmuró. “No miento. Ella vive… y necesita su ayuda”.

Los puños de Ricardo se cerraron. “Si esto es algún macabro timo—”.

“¡No lo es!”, exclamó Violeta, quebrándose de emoción. “Sé dónde está. Pero si descubren que se lo he dicho, la matarán. A mí también”.

Ricardo se paralizó. *¿Ellos?*

Respiró hondo, forzándose a calmarse. “Empieza desde el principio. ¿Quién la tiene? ¿Dónde está?”.

Violeta miró alrededor, nerviosa, como si las lápidas escucharan. “Aquí no. Podrían estar vigilando”.

Ricardo examinó su ropa desgastada, sus manos temblorosas. No fingía. Si era una estafa, era la más convincente que había visto. Pero… ¿y si no lo era? ¿Y si Lucía realmente vivía?

“Sube al coche”, dijo al fin. “Vamos a un lugar seguro”.

El Audi negro rugió al alejarse del cementerio, con Violeta acurrucada en el asiento trasero. Ricardo, tenso, se sentó a su lado.

“Habla”, ordenó.

Ella tragó saliva. “Hace dos años, el accidente de su esposa fue un montaje. La secuestraron”.

“¿Quién?”, rugió Ricardo.

“No sé sus nombres”, susurró ella. “Pero son ricos. Poderosos. La tienen en una finca en las afueras de Madrid. Casi siempre está encerrada. Yo… estuve allí una vez”.

Ricardo se inclinó. “¿Cómo sabes todo esto?”.

“Porque escapé”, dijo Violeta, con lágrimas. “Ellos se llevan a mujeres. A mí también me tocaba. Pero huí”.

Un escalofrío recorrió a Ricardo. ¿Lucía… viva? ¿Atrapada, sufriendo, mientras él la lloraba? La rabia lo consumió, fría y voraz.

“¿Dónde está esa finca?”.

Violeta negó. “No puedo decirlo así. Si me ven cerca, me matarán”.

Sacó el móvil. “Contrataré seguridad. Te protegeré”.

Pero ella lo sujetó del brazo. “Nada de policía. No entiende… tienen gente en todas partes. Si llama a la policía, la matarán”.

Ricardo, acostumbrado a mover mercados y derrumbar competidores, se enfrentaba ahora a algo distinto.

“¿Por qué me lo cuentas?”, preguntó.

“Porque ella me salvó”, tembló Violeta. “Su esposa… me ayudó a escapar. Me dijo que te encontrara”.

Ricardo contuvo la respiración. La imagen de Lucía —su sonrisa, su risa, cómo solía tomarle la mano— le nubló la vista.

“¿Tienes pruebas?”, susurró.

Violeta sacó una foto arrugada de su abrigo. Ricardo la cogió, palideciendo.

Era Lucía. Demacrada, el pelo despeinado… pero era ella. Y en sus ojos, el mismo fuego que lo había enamorado. Al dorso, dos palabras: *”Ayúdame”*.

Sus nudillos palidecieron al apretar la foto.

“¿Dónde está?”, preguntó, con voz letal.

Violeta titubeó, el miedo en su mirada. “Si se lo digo, no hay vuelta atrás. Irán también a por usted”.

Ricardo se aproximó, la mandíbula tensa.

“Que vengan. Porque quienes se llevaron a mi esposa están a punto de descubrir lo que pasa cuando desafían a Ricardo Mendoza”.

Y así, el magnate inició una investigación que sacudiría Madrid.

No era hombre de actuar por impulso, pero al sostener esa foto, la cautela dejó de importar. Lucía vivía. Cada segundo perdido era un segundo más de sufrimiento.

La llevó a un piso franco, un lugar oculto incluso a sus empleados. Con cerraduras reforzadas, cámaras y un refugio.

“Estarás segura aquí”, dijo. “Pero necesito cada detalle que recuerdes”.

Violeta, encogida en un sillón, describió la finca: una larga entrada, verjas negras, cámaras. “Las mujeres están en el sótano. Hay guardias”.

“¿Sabes su ubicación?”.

Asintió. “No la dirección exacta, pero recuerdo un cartel: ‘Finca Las Rosas’. Y un granero blanco con tejado rojo cerca”.

Ricardo hizo llamadas cifradas. En media hora, apareció en su tableta un mapa satelital. Una propiedad coincidía: a cincuenta kilómetros de Madrid, bajo una sociedad pantalla.

“¿Es esta?”, preguntó.

Violeta palideció. “Sí. Ahí la tienen”.

Esa noche, reunió a exmilitares de su confianza. Sin revelar a quién rescatarían.

“Extracción de alto riesgo”, dijo. “Entramos en silencio. Sacamos a los rehenes vivos. Nada de autoridades hasta que estén a salvo”.

Uno, Marcos, examinó el mapa. “Quien sea el dueño tiene recursos. Habrá vigilancia, quizá guardias armados”.

“No me importa si tienen un ejército”, replicó Ricardo. “Entramos”.

Bajo la oscuridad, tres todoterrenos avanzaron por un camino rural. Con gafas de visión nocturna, identificaron guardias en la entrada, cámaras cada seis metros.

“Hay varias personas dentro”, susurró Marcos. “Al menos una en el sótano”.

El corazón de Ricardo golpeó. *Lucía.*

Cortaron la electricidad. Los guardias, desconcertados, cayeron dormidos por dardos tranquilizantes.

Dentro, el equipo avanzó, desactivando alarmas. Ricardo llegó a la puerta del sótano y la derribó.

Varias mujeres, aterrorizadas, se apretujaban. Entre ellas—

“Lucía”.

Ella se giró, los ojos desorbitados. Por un momento, no se movió, como si creyera soñar.

“¿Ricardo?”, balbuceó.

Él cayó de rodillas, abrazándola. “Estás a salvo”.

“Pensé que nunca me encontrarías”, lloró ella.

“Nunca más te soltaré”, susurró.

Pero antes de huir, disparos retumbaron arriba.

“¡Refuerzos armados!”, gritó Marcos por el auricular. “¡Salimos ya!”.

Ricardo empujó a Lucía hacia la salida mientras las balas silbaban en la oscuridad, pero en ese momento, como en un sueño, las paredes comenzaron a florecer con rosas carmesí y el sonido de las ametralladoras se transformó en el repicar lejano de campanas, como si el propio universo conspirara para devolverles la paz que les habían robado.

Leave a Comment