Un adinerado aparece por sorpresa al mediodía… y queda impactado ante lo increíble7 min de lectura

El millonario llegó sin avisar a la hora de la comida y no daba crédito a lo que veía. El sonido de las llaves al caer al suelo de mármol resonó como un disparo en el silencio del vestíbulo, pero nadie lo escuchó. Javier, un hombre acostumbrado a que el mundo temblara ante su presencia, quedó paralizado en el umbral de su propio comedor, sintiendo cómo la sangre se le helaba en las venas al mismo tiempo que le ardía en las sienes.

Lo que veían sus ojos no tenía sentido, era una alucinación por el estrés o quizá una broma macabra del destino. Había vuelto tres horas antes de lo habitual, un martes cualquiera, para recoger unos documentos olvidados y regresar a la frialdad de su oficina de cristal en el centro de Madrid. No esperaba encontrar vida en su mansión, no esperaba encontrar calor y, desde luego, no esperaba encontrar aquello. Frente a él, en la mesa de roble macizo que nadie usaba desde el funeral de su esposa cinco años atrás, se desarrollaba una escena que desafiaba todas las normas de su casa.

Lucía, la joven empleada doméstica de apenas veinte años, con su uniforme azul y blanco impecable, no estaba quitando el polvo ni limpiando la plata. Estaba sentada y no estaba sola. A su alrededor, ocupando las sillas reservadas para socios y dignatarios, había cuatro niños. Cuatro varones idénticos. Javier parpadeó, incapaz de procesar la imagen. Los niños no podían tener más de cuatro años. Llevaban camisas azules que le resultaban extrañamente familiares, como si la tela hubiera sido arrancada de su propio pasado, y pequeños delantales claros improvisados que cubrían sus pechos.

Eran cuatro gotas de agua, cuatro réplicas exactas, con el pelo castaño revuelto y ojos grandes que seguían con avidez los movimientos de la muchacha. “Abrid bien los pajaritos”, susurró Lucía con una voz tan dulce que a Javier le dolió el pecho al oírla. Ella sostenía una cuchara grande llena de un arroz amarillo brillante, humeante y sencillo, un contraste violento con la vajilla de porcelana que los rodeaba. No era comida de ricos, era comida de supervivencia, arroz teñido con colorante barato, pero los niños lo miraban como si fuera oro molido.

Lucía, con una habilidad nacida de la práctica diaria, servía una cucharada en el plato de cada uno, asegurándose de que las porciones fueran exactamente iguales. “Comed despacio, hoy hay para todos”, les decía, acariciando la cabeza del más cercano. Sus manos, enguantadas con esos guantes amarillos de limpieza que solía usar para fregar los baños, ahora acariciaban rostros infantiles con una ternura maternal que hizo que Javier sintiera un nudo en la garganta. Él debería haber gritado en ese instante.

Debería haber entrado furioso, exigiendo saber qué hacían esos extraños en su mesa, ensuciando sus muebles, invadiendo su santuario de soledad, pero sus pies estaban clavados al suelo. Algo en los perfiles de esos niños lo mantenía hipnotizado. Cuando el niño de la izquierda giró la cabeza para reírse de algo que hizo su hermano, la luz de la lámpara de araña iluminó su perfil. Javier sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Esa nariz, esa forma de curvar los labios al sonreír, incluso la manera en que el niño sostenía el tenedor con una elegancia innata que no correspondía a su ropa remendada.

Era como mirarse en un espejo que distorsionaba el tiempo y lo devolvía cuarenta años atrás. El corazón de Javier comenzó a latir con violencia, golpeando sus costillas como un animal enjaulado. ¿Quiénes eran? ¿De dónde habían salido? Su mansión era una fortaleza rodeada de muros altos y sistemas de seguridad. Nadie entraba sin su permiso y, sin embargo, allí estaban cuatro intrusos diminutos comiendo arroz amarillo en su mesa prohibida, atendidos por su empleada como si fueran la realeza oculta de un reino olvidado.

La escena tenía una intimidad doméstica que le resultaba ajena y aterradora. Los niños reían bajito, un sonido burbujeante que la casa no conocía. Lucía les limpiaba las comisuras de los labios con una servilleta de tela, una de las servilletas de lino egipcio con sus iniciales bordadas, y les hablaba de un futuro donde no tendrían hambre cuando fueran grandes y fuertes. “Vosotros vais a mandar, vais a ser importantes, pero nunca, nunca olvidéis compartir vuestro arroz”, decía ella, sirviendo lo último que quedaba en la olla. Javier apretó el maletín de cuero en su mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

La mezcla de indignación y una curiosidad voraz lo consumía. Se sentía un intruso en su propia casa. La luz dorada de la tarde entraba por los ventanales, bañando a la joven sirvienta y a los cuatro niños en un halo casi celestial, mientras él permanecía en las sombras del pasillo, un espectro gris en traje de negocios. Dio un paso adelante. El cuero de sus zapatos italianos crujió contra la madera. El sonido fue imperceptible para cualquiera, pero para Lucía, que vivía en un estado de alerta constante, fue como un trueno.

La muchacha se tensó. La cuchara se detuvo a medio camino de la boca de uno de los niños. Lentamente, con el terror pintando su rostro de una palidez mortal, giró la cabeza hacia la puerta. Sus ojos se encontraron. El azul gélido de la mirada de Javier chocó contra el marrón asustado de los ojos de Lucía. El tiempo se detuvo. Los cuatro niños, percibiendo el miedo repentino de su protectora, dejaron de comer al unísono y giraron sus cabecitas hacia la figura imponente que bloqueaba la salida.

Javier no podía respirar. Ahora que los tenía de frente, la verdad lo golpeaba con la fuerza de un tren de mercancías. No eran solo niños parecidos a él, eran idénticos. Eran cuatro copias perfectas de sí mismo, mirándolo con una mezcla de curiosidad inocente y miedo instintivo. El silencio que siguió fue tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Lucía se puso de pie de un salto, un movimiento brusco y desesperado que hizo tintinear los cubiertos sobre la mesa.

Su instinto fue inmediato, animal: se interpuso entre el hombre del traje y los cuatro pequeños, abriendo los brazos como una leona acorralada que protege a sus crías, ignorando que llevaba puestos los guantes de goma amarillos, ridículos en cualquier otro contexto, pero que ahora parecían garras defensivas. “Señor”, su voz era un hilo estrangulado, apenas un susurro que murió antes de llegar a los oídos de Javier. Javier avanzó, no caminaba, marchaba. La furia había comenzado a reemplazar al shock inicial, la invasión de su privacidad, el uso descarado de sus bienes y esa semejanza perturbadora que no quería admitir.

Todo se mezclaba en un cóctel tóxico. Entró en el comedor y la temperatura de la habitación pareció descender diez grados. “¿Qué demonios significa esto, Lucía?” Su grito retumbó en las paredes altas, haciendo vibrar los cristales de la vitrina. Los niños, que hasta ese momento habían estado observando con ojos muy abiertos, reaccionaron ante la violencia de la voz. El más pequeño de los cuatro, el que estaba sentado más cerca de Javier, soltó un sollozo ahogado y se deslizó de la silla, corriendo para aferrarse a las piernas de la empleada, escondiendo su cara en el delantal blanco del uniforme.

Los otros tres lo imitaron en segundos, formando una barrera humana de cuerpos temblorosos detrás de la muchacha. “Le exijo una explicación inmediata”, bramó Javier, deteniéndose al otro lado de la mesa,Entonces, con el corazón latiendo con fuerza, Javier extendió su mano hacia el más valiente de los niños y, al sentir el contacto de esa pequeña piel suave contra la suya, supo que su vida jamás volvería a ser la misma.

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