Un bebé y yo fuimos rechazados en el vuelo, hasta que una anciana nos ayudó

**Diario de un Hombre Agradecido**

Iba con retraso. Acababa de recibir una llamada de un hospital en otra provincia diciéndome que una niña había nacido y que yo figuraba como el padre.

Habría pensado que era una broma, pero sabía que mi esposa estaba en esa zona por unas cortas vacaciones que organicé para ella mientras renovaba nuestra casa —era una sorpresa—.

No teníamos hijos biológicos y habíamos adoptado tres porque ambos queríamos involucrarnos en la adopción. Por eso, necesitábamos ampliar la casa, y de ahí las reformas.

De los dos, yo era el más insistente en acoger a un niño, pues yo mismo crecí en un centro de acogida. Siempre prometí dar hogar a cuantos niños pudiera.

«Si puedo ayudar a esos niños a convertirse en la mejor versión de sí mismos, sentiré que he marcado la diferencia», le dije a mi esposa mientras lo hablábamos.

También era padre de dos hijos adultos, fruto de mi matrimonio anterior con Elena. Nos separamos cuando ella me fue infiel con el jardinero y fue descubierta.

Dos años después, conocí a mi segunda esposa, María. Tras unos meses de noviazgo, nos casamos. Intentamos tener hijos sin éxito, lo que nos llevó a la adopción, aunque nunca dejamos de intentar concebir.

Hasta que un día, nuestra perseverancia dio fruto: María quedó embarazada. Fue entonces cuando decidí ampliar la casa para incluir una habitación infantil y otra más.

Para preparar la llegada del bebé, reservé un viaje para María, que estaba de ocho meses, a un lugar que siempre había querido visitar. Pero al llegar, entró de parto y la llevaron urgentemente al hospital.

Por desgracia, murió durante el parto. Me dijeron que, al ser la bebé recién nacida, debía ir de inmediato. Hice las maletas y volé para recoger a mi hija.

Al aterrizar, alquilé un coche y me dirigí al hospital donde, según me informaron, mi esposa había fallecido.

La noticia de su muerte me destrozaba, pero sabía que habría tiempo para el duelo. Ahora debía centrarme en llevar a casa a nuestra hija biológica.

En el hospital, me atendió una voluntaria de la UCI, una mujer de 82 años, recientemente viuda.

Se llamaba Merceditas y tenía algo que decirme. «¿Qué ha pasado?», pregunté al entrar en su despacho.

«Siéntese, joven», dijo con calma.

«Prefiero estar de pie», respondí.

«Lamento su pérdida, pero su esposa sufrió complicaciones durante el parto.»

Empecé a llorar desconsoladamente. Merceditas me observó en silencio, dejándome desahogarme. Tras unos minutos, aclaró su voz y continuó.

«Según entiendo, ha venido por la niña, pero debo asegurarme de que está preparado para cuidarla.»

Le expliqué que ya era padre, y ella asintió, como diciendo: «Vale, usted sirve». Aun así, me dio su número de teléfono.

«Llámeme si necesita algo.» Además, esta amable mujer se ofreció a llevarnos al aeropuerto el día de la partida.

Todo transcurría sin problemas hasta que llegó el momento de embarcar. En el mostrador, la empleada me impidió pasar.

«¿Esta es su hija, señor?», preguntó.

«Por supuesto», respondí.

«Lo siento, pero parece demasiado pequeña para volar. ¿Cuántos días tiene?»

«Cuatro. ¿Puedo pasar ahora?»

«Lo siento, pero debe presentar su partida de nacimiento y esperar al menos siete días para viajar con ella», dijo con firmeza.

«¿Qué? ¿Me está diciendo que tengo que quedarme aquí varios días? No tengo familia en esta ciudad, por eso debo regresar hoy.»

«Son las normas», dijo, y se volvió al siguiente pasajero.

Sabía que conseguir el documento llevaría tiempo, y no tenía dónde quedarme. Estaba a punto de pasar la noche en el aeropuerto cuando recordé a Merceditas.

No quería molestarla, pero no tenía alternativa. «Hola, Merceditas. Necesito su ayuda.»

Cuando supo del problema, prometió volver al aeropuerto para llevarnos a su casa. Su generosidad me dejó sin palabras. ¿Habría yo actuado igual en su lugar?

«La bondad todavía existe», pensé.

Pasé más de una semana en su casa antes de volver. No solo nos acogió, sino que me ayudó a sobrellevar el cuidado de la bebé y la muerte de mi esposa, hablando y consolándome. Incluso gestionó el traslado del cuerpo, facilitándolo todo.

Era increíblemente generosa, un verdadero ángel. Mi hija la adoraba: se iluminaba y reía al escuchar su voz.

Durante mi estancia, supe que tenía cuatro hijos, siete nietos y tres bisnietos. Juntos cuidamos de la bebé, dimos paseos e incluso visitamos la tumba de su difunto marido, lo que nos unió más.

En ella vi a mi madre, fallecida hace años, y supe que la extrañaría mucho al marcharme.

Con el certificado en mano, pude volver a casa, pero mantuve el contacto con ella. No sé qué habría hecho sin su ayuda. La visité cada año con mi hija hasta que, años después, falleció.

En su funeral, un abogado me informó de que Merceditas me había incluido en su testamento, como a sus hijos.

En su honor, doné el dinero a una fundación que creé junto a sus cuatro hijos, incluida su hija mayor, Rosario, de cuya compañía y encanto me enamoré. Con el tiempo, nos casamos, y ella se convirtió en madre de mis seis hijos.

**Lo que aprendí:**

La bondad deja huella. Nunca olvidé a doña Merceditas, quien estuvo ahí en mis peores momentos. Su corazón me inspiró a fundar esa asociación, para seguir repartiendo bondad.

Dar sentido a la vida. Adopté tres hijos con mi difunta esposa porque yo crecí en un orfanato y quise cambiar la vida de esos niños. Una enseñanza que vale la pena imitar.

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