Las puertas automáticas se deslizaron abriéndose con un suave silbido. Un hombre de unos cincuenta años entró, vestido con una chaqueta gastada y una gorra calada hasta las cejas, ocultando su rostro.
Nadie se percató de que era Javier Mendoza, fundador y director general de Supermercados Mendoza, una cadena que había levantado desde cero.
Se detuvo cerca de la entrada, escudriñando el local. Estantes desordenados. Un ambiente denso, casi asfixiante. Ni un saludo. Los clientes pasaban en silencio, distantes.
En la caja tres, una mujer escaneaba productos. Tendría unos treinta y tantos, el pelo recogido torpemente, los ojos hinchados de tanto llorar. Forzó una sonrisa, pero sus manos temblaban. Javier la observó desde detrás de un expositor, en silencio. Ella se secó una lágrima, aún en pleno turno.
Minutos después, el encargado salió de la trastienda como un toro, lanzando órdenes a gritos. Algo iba terriblemente mal.
Supermercados Mendoza había sido sinónimo de respeto, justicia, dignidad. Javier siempre creyó que empleados bien tratados creaban clientes leales. Eso había hecho crecer la empresa hasta casi veinte locales. Pero últimamente, esta sucursal acumulaba quejas.
Hasta que llegó una carta manuscrita, sin firma, pero desesperada. Desde la central la menospreciaron: “Seguro otra *millennial* con exigencias”. Pero Javier intuía la verdad: no era una queja, era un grito de auxilio.
Ahora, bajo la fría luz fluorescente, lo veía en persona. Aquello no era un local en crisis. Estaba roto.
Una voz cortó el silencio. “¡Carmen!” Un hombre alto, con chaleco negro de *supervisor*, se acercó a la caja. El rostro enrojecido. Golpeó un clipboard contra el mostrador.
“¿Otra vez llorando? ¿No te avisé? Un berrinche más y te borro del horario.”
Carmen se tensó. Se secó la cara y asintió. “Sí, señor. Estoy bien.”
“¿Bien?”—bufó, inclinándose—. “Ya faltaste dos días este mes. No esperes muchas horas la próxima semana.”
Ella calló. Y todos los demás también. Los clientes miraban hacia otro lado. Los compañeros agachaban la cabeza.
Detrás del pasillo de cereales, Javier apretó la mandíbula. Aquello no era gestión, era tiranía.
Esa tarde, siguió a Carmen hasta el aparcamiento. Su coche, un sedán oxidado, estaba aparcado lejos de la entrada. Revolvió su monedero, lo volcó—solo cayeron unas monedas. Temblorosa, se dejó caer en el bordillo, hundiendo la cara entre las manos.
Javier se quedó inmóvil. Los informes, las cifras, los márgenes de beneficio jamás le habían preparado para esto: una empleada sin dinero ni para gasolina. Algo tenía que cambiar.
Al amanecer, Javier regresó, no como director, sino como “Javi”, un temporal con uniforme prestado y un gafete de papel.
Nadie le miró dos veces. Lo asignaron a reponer stock, junto a un compañero llamado Rafa.
“Oye, nuevo”—murmuró Rafa—. “Aquí no se habla a menos que sea necesario.”
“¿Llevas mucho aquí?”
“Dos años. Pero ahora está peor. Ese tipo, Óscar, recorta turnos sin piedad. Si tienes hijos, olvídate.”
“¿Y la chica de caja de ayer?”
“¿Carmen? La que más trabaja. Su hijo tiene asma—grave. Lo hospitalizaron hace dos semanas. Avisó, rogó que le cambiaran el turno. Nadie la ayudó. Óscar la castigó. Ahora tiene diez horas semanales. Ni para el alquiler.”
Los puños de Javier se cerraron. Recordó firmar memorandos de eficiencia, ciego a las personas detrás de los números. Ahora entendía el verdadero coste de los “recortes”.
Esa noche, accedió al sistema con una cuenta antigua. Buscó: *Carmen Ruiz*. Horas reducidas de 34… a 24… a 9. Notas: *”Poco fiable. No priorizar.”*
Al día siguiente, Javier llamó a la puerta de la oficina.
“¿Qué?”—gruñó Óscar.
“He oído lo de Carmen. Apenas tiene turnos.”
Óscar se encogió de hombros. “Siempre con excusas. El niño esto, el niño aquello. Esto no es una guardería.”
“Av”Pero sí es un lugar donde la dignidad no se negocia,” dijo Javier, mientras sacaba su placa y dejaba al descubierto su identidad verdadera, cambiando para siempre el destino de todos en Supermercados Mendoza.