Cuando Pablo aún no cumplía los cinco años, su mundo se derrumbó. Su madre ya no estaba. Se quedó paralizado en un rincón de la habitación, incapaz de comprender qué sucedía. ¿Por qué la casa estaba llena de desconocidos? ¿Quiénes eran? ¿Por qué todos hablaban en susurros, evitando su mirada con una expresión extraña?
Nadie sonreía. Le decían “Ánimo, pequeño” y le abrazaban, pero con un gesto de pena, como si hubiera perdido algo irrecuperable. Y él solo quería ver a su mamá.
Su padre, el señor Martínez, pasó el día distante, sin acercarse ni pronunciar una palabra. Permanecía apartado, vacío, como un extraño. Pablo se acercó al ataúd y observó a su madre. Ya no era ella: sin calor, sin canciones de cuna, pálida y fría. Le daba miedo. No volvió a acercarse.
Sin ella, todo se volvió gris. Dos años después, su padre se casó con Lucía. Nunca llegó a ser parte de su vida. Ella lo irritaba, refunfuñado por todo, como si buscara razones para enfadarse. Y su padre callaba. Nunca lo defendía.
Pablo guardaba el dolor dentro. La añoranza por su madre crecía cada día.
Hoy era especial: el cumpleaños de su mamá. Al despertar, supo que debía visitarla. Llevarle calas blancas, sus flores favoritas. Recordaba cómo brillaban en sus manos en las fotos antiguas.
Pero no tenía dinero. Decidió pedírselo a su padre.
—Papá, ¿me das algo de dinero? Es importante…
Lucía irrumpió desde la cocina:
—¡Otra vez pidiendo! ¿Crees que el dinero crece en los árboles?
Su padre intentó calmarla:
—Déjalo, Lucía. Hijo, ¿para qué lo necesitas?
—Quiero comprar flores para mamá. Hoy es su cumpleaños…
Lucía resopló:
—¡Flores! ¿Y por qué no un ramo del jardín?
—Allí no hay calas —respondió Pablo con firmeza—. Solo en la floristería.
Su padre miró a Lucía:
—Ve a preparar la comida. Tengo hambre.
Ella se marchó refunfuñando. Su padre volvió al periódico. Pablo entendió: no le darían nada.
Subió a su habitación, sacó su hucha y contó las monedas. No era suficiente, pero quizá…
Salió corriendo hacia la floristería. Allí estaban: calas inmaculadas, como porcelana. Contuvo la respiración y entró.
—¿Qué quieres? —preguntó la tendera con desdén—. Aquí no vendemos chuches.
—Quiero comprar calas. ¿Cuánto cuestan?
La mujer dijo el precio. Pablo vació sus bolsillos, pero no llegaba ni a la mitad.
—¡Por favor! —suplicó—. ¡Puedo trabajar! Limpiar, ordenar… Déme el ramo y se lo devuelvo.
—¿Estás loco? —la mujer se burló—. ¡Largo, o llamo a la policía!
Un hombre que pasaba escuchó el altercado y entró.
—¿Por qué le grita así? —preguntó con severidad.
—¡Y usted qué pinta aquí! —replicó ella.
El hombre se agachó frente a Pablo.
—Hola, pequeño. Soy Jorge. ¿Qué pasa?
Pablo, entre lágrimas, explicó:
—Es el cumple de mamá… Hace tres años que se fue. Quería llevarle calas…
Jorge sintió un nudo en la garganta.
—Tu mamá estaría orgullosa —dijo suavemente. Luego, a la tendera—: Deme dos ramos de calas. Uno para él, otro para mí.
Pablo señaló las flores. Jorge se quedó quieto: eran las mismas que buscaba. Una extraña coincidencia.
Al salir, Pablo ofreció devolver el dinero. Jorge sonrió:
—No hace falta. Hoy es un día especial.
Pablo corrió al autobús, abrazando su tesoro. Jorge lo siguió con la mirada. Algo en ese niño le conmovió profundamente.
Más tarde, Jorge llegó al portal donde años atrás vivió Irene, su gran amor. Una vecina le confirmó lo que temía:
—Murió hace tres años, hijo.
Jorge retrocedió, aturdido. La mujer añadió:
—Se casó con Álvaro… Él la cuidó, aunque el niño no era suyo.
—¿Niño? —Jorge palideció—. ¿Tuvieron un hijo?
—Sí, Pablo. Pobrecillo…
Corrió al cementerio. Sobre la tumba de Irene había una ofrenda fresca: calas blancas.
—Pablo —susurró—. Eres mi hijo.
Encontró al niño en el parque, meciéndose solo. Álvaro apareció y, reconociendo a Jorge, asintió con tristeza:
—Sabía que volverías. Si él quiere irse contigo, no me opondré.
Jorge tomó la mano de Pablo.
—Perdóname por llegar tan tarde, hijo.
Pablo lo miró con serenidad:
—Mamá me habló de ti. Sabía que vendrías.
Jorge lo abrazó, llorando. Nunca más lo soltaría.