**Diario de Rodrigo Méndez – Madrid, julio de 2023**
El calor en Sevilla en pleno agosto no es solo una cifra en el termómetro; es una bestia que te aplasta el pecho y te seca los huesos. En el Polígono Industrial de Pino Montano, el asfalto chorreaba bajo el sol de las tres, creando espejismos de charcos que solo existían en la mente. Dentro del «Taller Ruiz», el aire era denso, cargado del olor a gasolina quemada, goma caliente y el sudor amargo de hombres rendidos.
Me sequé la frente con el dorso de la mano, dejando una mancha negra sobre la piel curtida. Llevaba seis horas bajo un Seat Ibiza maltrecho, luchando con una transmisión más tozuda que una mula andaluza. Los nudillos sangraban, las uñas estaban negras de grasa y la espalda me gritaba de dolor. Pero callé. No podía permitirme otra cosa.
—¡Méndez! —rugió una voz desde la oficina. Sabía quién era sin mirar: Ignacio Ruiz, el dueño, un hombre bajo con un ego más grande que la Giralda. Llevaba una camisa blanca impecable, fresca gracias al aire acondicionado que nosotros no teníamos—. ¿Vas a estar todo el santo día con ese trasto? ¡El cliente recoge en una hora!
—Casi está, don Ignacio —mentí, saliendo del coche con una sonrisa falsa—. Solo era un perno atascado.
—Menos excusas —escupió, mirando su reloj de oro—. Hay una cola de chavales que harían tu trabajo por la mitad. No eres nadie.
Apreté los dientes. Sabía que mentía. Era el mejor mecánico del taller, el único que arreglaba lo que las máquinas no diagnosticaban. Pero también sabía que tenía razón en algo: la necesidad. Tenía cuarenta y tres años, una hipoteca en el Polígono Norte que me ahogaba y tres hijos. Javi, con sus brackets; Lola, soñando con la universidad; y Pablo, que aún llevaba mochila de Spiderman al cole. Mi mujer, Carmen, se partía la espalda limpiando oficinas en La Cartuja.
El miedo a perderlo todo me mantenía callado. «Aguanta, por ellos», me repetía.
A las cuatro, salí a la calle a beber agua de la fuente. El sol seguía matando, pero necesitaba aire. Fue entonces cuando la vi.
Una niña, no mayor de ocho años, con uniforme escolar, tambaleándose por la acera. Algo no cuadraba: allí solo había naves. De repente, se llevó las manos al pecho y cayó al suelo como un muñeco roto.
El ruido de su cuerpo contra el cemento me heló.
—¡Eh, niña! —grité, corriendo hacia ella mientras otros obreros miraban sin moverse. Nadie se quería meter en líos.
La levanté. Estaba pálida, los labios morados, la respiración era un hilillo de aire.
—¡Llamad a una ambulancia! —berreé. Pero Sevilla era Sevilla, y a esa hora, el tráfico era una pesadilla.
La subí a mi furgoneta, una vieja Renault Kangoo. Justo entonces, Ignacio apareció en la puerta del taller, rojo de ira.
—¡Méndez! ¿Qué coño haces?
—La niña se muere, don Ignacio —le dije—. La llevo al Virgen del Rocío.
—Si sales ahora, no vuelvas —gruñó—. Estás despedido.
Me latía el corazón. Pensé en la hipoteca, en mis hijos. Pero miré a la niña, casi azul, y supe qué hacer.
—Pues firme el finiquito, cabrón.
Arranqué la furgoneta y salí pitando. La SE-30 estaba colapsada. Iba a 140, esquivando coches, con una mano en el volante y otra sujetando la cabeza de la niña.
—Aguanta, princesa —le decía, con la voz quebrada—. Ya llegamos.
Un guardia civil me paró en un control. Al ver a la niña, me escoltó con sirena. Llegamos al Virgen del Rocío en diez minutos.
—¡Médico! —grité al entrar. Se la llevaron en camilla, y yo me quedé ahí, solo, con las manos sucias, sabiendo que lo había perdido todo.
Dos horas después, una pareja entró corriendo. Él, alto, traje caro; ella, deshecha en lágrimas. «Soy Antonio Herrera», dijo él. El nombre me sonó: dueño de medio Puerto de Sevilla.
—Usted salvó a mi hija Lucía —me dijo, temblando—. El médico dijo que sin usted…
La mujer me abrazó, llorando. Antonio sacó un cheque en blanco.
—Ponga la cifra.
Lo rechacé. No podía cobrar por eso.
—¿Dónde trabaja? —preguntó.
Le conté lo de Ignacio. Su cara se puso fría. Sacó el teléfono.
—Quiero los papeles del Taller Ruiz en mi mesa mañana.
Al día siguiente, cuatro coches negros llegaron a mi bloque en el Polígono Norte. Antonio Herrera subió a mi casa.
—Ignacio Ruiz está acabado —dijo—. Sus talleres eran ilegales. Ahora son míos. Quiero que los dirija usted. Tres mil euros al mes, seguro médico, y toda mi flota para mantener.
Carmen se echó a llorar.
Hoy, el «Taller Méndez» tiene aire acondicionado y herramientas nuevas. Lucía viene a visitarme, llena de vida. Ignacio Ruiz lava coches en Los Remedios.
Y cada noche, cuando veo a mis hijos dormir, recuerdo una cosa: hacer lo correcto nunca es un error. El mundo te lo paga, tarde o temprano. A veces, con cheques. Otras, con algo mejor: paz.





