Tomás Mendoza, un sargento retirado con heridas que no sangran pero duelen más que las visibles, no esperaba regresar tan pronto a su pueblo en Castilla. La llamada de su madre lo sacudió; su voz, antes llena de canciones de cuna, ahora era un susurro lleno de huecos, como si las palabras se le escaparan entre los dedos. No preguntó más. Compró el billete de tren más rápido, con esa urgencia que solo conocen los que han visto la muerte de cerca.
La casa de su hermana Lucía era una jaula con cortinas. Al abrir la puerto, apareció Javier, su cuñado, con una sonrisa de político corrupto. Pero fue Lucía, al fondo, la que le partió el alma. Su rostro, maquillado como un muro de cal, no podía tapar los morados recientes, trazados como senderos de dolor. Los ojos de Tomás, entrenados para leer peligros, brillaron con una ira antigua.
“¿Qué te ha pasado en la cara?”, preguntó, sin mirar a Javier. “Me tropecé con el felpudo”, murmuró ella, clavando la mirada en las baldosas, como si levantar la vista fuera un pecado. Tomás sintió un vacío en el estómago. Sabía que mentía. Javier, sirviéndose un vino con la tranquilidad de un torero, soltó una carcajada seca. “Las mujeres de tu familia son igual de torpes, ¿no, cuñado?”. La burla era un cuchillo, pero Tomás no se inmutó.
Dentro de él ardía una promesa: no se iría sin arrancar la verdad de esa casa maldita. El aire olía a miedo y a café quemado. Javier dominaba cada movimiento de Lucía, corrigiéndole cómo poner la mesa, cómo doblar la ropa, con una voz que fingía dulzura pero sabía a hiel. Tomás lo observaba todo, memorizando cada gesto como si fuera una misión.
Lucía, antes llena de risas y sueños de bordar trajes de flamenca, ahora era un fantasma. Se encogía cuando Javier alzaba la voz, temblaba si él se acercaba demasiado. No tenía móvil, ni dinero, ni vida. Las señales eran claras como el tañido de una campana, y Tomás, con el corazón en un puño, juró no ignorarlas.
Esa tarde la encontró en la cocina, mirando una taza vacía como si contuviera respuestas. “Lucía, dime la verdad”, susurró. Ella negó, el miedo pintado en sus ojos. “No puedo, Tomás. Si se entera, será peor. ¿No sabes cómo se pone cuando se enfurece?”. Su voz se quebró como cristal. Él respiró hondo, conteniendo la furia. “Y tú sabes que no hay nada que me detenga si alguien te toca”, dijo con una calma que escondía un terremoto.
Lucía rompió a llorar. “Quédate, por favor. Solo unos días”. Esa súplica le atravesó el alma. Cuando Javier volvió, su sombra llenó la habitación. “Aquí no hay secretos, Tomás”, dijo con una sonrisa de serpiente. “Ella está bien, y tú no metas tus narices donde no te llaman”.
La amenansa flotaba en el aire, pero Tomás lo miró como se mira a un lobo antes de disparar. Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Tomás escuchaba los gritos ahogados tras las puertas, los sollozos de Lucía que perforaban la noche. “Javier no solo pega”, pensó. “La ha convencido de que nadie la creerá, de que está sola”. Era un depredador, y Lucía, su presa.
Un día, mientras Lucía sacaba la basura, Tomás le deslizó un papel con el número de un fiscal, un viejo amigo de la mili. “Guárdalo. Llama si puedes”. Ella lo escondió en el delantal con manos temblorosas, pero Javier, espiando desde la ventana, lo vio todo.
Esa noche, un golpe sordo y un gemido lo hicieron saltar del sofá. Se acercó a la puerta, el corazón como un tambor. Escuchó la voz de Javier, cargada de odio. “Si le dices algo a tu hermano, juro que la próxima vez no será solo la cara”. Tomás apretó los puños hasta sangrar. Esto ya no era solo rescatar a Lucía. Era una guerra.
Al día siguiente, llamó al fiscal. “Nada de coches patrulla, solo tráeme el expediente de Javier”. Lo que descubrió fue un golpe bajo: otra denuncia por maltrato, archivada por falta de pruebas. El mismo patrón, la misma impunidad.
Esa noche, Javier lo enfrentó en el salón. “Sé lo que tramas, soldadito”, escupió. “Si intentas sacarla, no sales vivo”. Sacó una navaja y la acercó a Lucía, que se quedó paralizada. Tomás dudó, el dedo sobre el botón de llamada. El aire era espeso como melaza. Javier volcó la mesa, el vino manchando los papeles como sangre. Lucía susurró: “¿Hay salida, Tomás?”. Pero Javier bloqueó la puerta, la navaja brillando bajo la luz.
Justo entonces, golpes en la puerto. “Policía, abran”. Javier palideció. Dos agentes entraron, esposándolo por maltrato y amenazas. Uno le tendió la mano a Lucía, mientras Javier gritaba sobre conspiraciones.
Lucía, temblando, dejó escapar un suspiro que llevaba años guardado. Tomás la abrazó. “Estás a salvo. Esto es solo el principio”.
En los días siguientes, Lucía se refugió en un centro para mujeres. Con Tomás a su lado, declaró en el juzgado. Reabrieron la denuncia anterior, y la justicia empezó a moverse. Órdenes de alejamiento, pericias médicas. La agente a cargo, Marta, le dijo: “Tu valentía salvará a otras. Eres más fuerte que él”.
Lucía se unió a un taller de bordado donde sus manos, antes temblorosas, volvieron a crear. Tomás, ahora ayudando a otros veteranos, la visitaba cada tarde, orgulloso al verla reír de nuevo.
El día del juicio, tomaronEl día que Javier fue condenado, Lucía miró por la ventana del juzgado y sintió, por primera vez en años, que el aire olía a libertad.