El magnate vio a su exnovia, a quien abandonó hace 6 años, esperando un Uber con tres niños idénticos a él. Lo que no sabía era que esos niños eran: Julián Castaño acababa de salir de una reunión en Salamanca, una de esas eternas donde todos se sienten importantes y hablan como si salvaran el mundo. Solo quería escapar. Subió a su camioneta blindada, dio las instrucciones habituales a su chófer y sacó el móvil para revisar mensajes mientras avanzaban por una calle medio atascada. Miraba por la ventana sin interés. Fue entonces cuando la vio. Allí estaba, de pie en la acera, frente a una farmacia, con rostro cansado y un poco de desesperación. El pelo recogido rápido, ropa sencilla y abrazando una bolsa de la compra medio rota. A su lado, tres niños. Los tres con los mismos ojos, la misma boca, la misma expresión de esperar que algo ocurriera. Y esos ojos eran los suyos. No podía ser. No. Se inclinó para ver mejor, pero justo en ese momento otro coche se interpuso y la imagen desapareció.
—¡Para! —gritó Julián sin pensar.
El conductor frenó en seco y lo miró preocupado. Julián abrió la puerta sin esperar respuesta, bajó al nivel de la calle y miró desesperado. La acera estaba llena de gente. Pero ella ya no estaba. Caminó rápido entre los peatones, buscándola, ignorando los comentarios de quienes lo reconocían. El corazón le latía como loco. Era ella. Era Valeria. Y esos niños.
Minutos después, la vio cruzando la calle de la mano de los tres pequeños, subiéndose a un coche gris que claramente era un Uber. Se quedó paralizado. Sintió el estómago apretarse. No sabía si correr, gritar su nombre o dejarla ir. El auto arrancó y se perdió en el tráfico de la tarde. Julián no se movió. Solo quedó allí, temblando, viendo cómo esa escena lo dejaba hecho polvo.
Volvió a su camioneta en automático. No dijo nada. El chófer lo miró por el retrovisor, pero Julián permaneció mudo, completamente ausente. Lo único en lo que pensaba era en esos tres niños con su misma cara. Agarró su frente, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro que venía de lo más profundo.
No veía a Valeria desde hacía 6 años. Desde esa madrugada en la que decidió irse sin decir adiós. No le dejó mensaje, nada. Sí, estaba mal, pero tenía planes. Estaba a punto de cerrar un trato que lo cambiaría todo. Se fue pensando que ella entendería, que luego habría tiempo para arreglarlo. Pero ese tiempo nunca llegó.
El coche siguió su camino hacia su apartamento en La Moraleja. Al llegar, Julián se quitó la chaqueta con furia y la tiró al sofá. Se sirvió un trago, aunque ni siquiera eran las cinco de la tarde. Caminó de un lado a otro, recordando todo lo vivido con Valeria. Su risa, la forma en que lo miraba cuando hablaba de sus sueños, cómo lo abrazaba cuando llegaba tarde y solo quería dormir. Y luego pensó en esos niños. ¿Cómo era posible que se parecieran tanto a él?
Tomó su móvil y buscó en redes sociales. Nada. Ni una foto, ni una pista. Valeria había desaparecido del mundo digital como si nunca hubiera existido. Eso lo hacía sentirse raro. Porque aunque había intentado olvidarla, en el fondo nunca pudo. Era ese tipo de amor que guardas en una cajita que no quieres abrir porque sabes que va a doler.
Se sentó frente al ordenador, abrió una carpeta cifrada donde guardaba archivos personales y buscó fotos antiguas. Ahí estaban. Valeria en la playa, Valeria en su apartamento, Valeria en pijama, riendo con la boca llena de palomitas. Las miró una por una hasta encontrarse con una donde ella lo abrazaba por detrás, con el rostro pegado a su cuello. Una foto que ella misma había tomado con el móvil. La observó un largo rato y luego apretó los labios. Sabía lo que tenía que hacer.
Marcó a su asistente, Mateo.
—Necesito que busques a alguien. Valeria Ortega. No tengo dirección, solo sé que vive en Madrid y tiene tres niños. Y algo más: esos niños podrían ser míos.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea.
—Entendido, señor.
Mateo colgó. Julián se quedó mirando la ciudad a través de la ventana. Miles de luces, miles de personas, pero en ese momento solo una importaba.
No sabía si estaba enfadada, si lo odiaba o si ya lo había superado. Pero esos niños… No podía dejarlo así. No podía quedarse con la duda. Porque si eran lo que él creía, su vida estaba a punto de cambiar por completo.
La mañana siguiente, Julián despertó con una sola idea en la cabeza: encontrarla. Y esta vez no planeaba irse sin respuestas.
*****
Julián no durmió bien esa noche. Se revolvió en la cama, miró al techo, se levantó, caminó por el apartamento, volvió a tirarse sobre las sábanas. Cerraba los ojos y veía esa escena otra vez: Valeria de pie en la calle con sus tres hijos, tan parecidos a él que incluso dolía. Era como si el pasado hubiera regresado de golpe, sin avisar, y le hubiera dado una bofetada en la cara.
Al día siguiente, antes de las 8 de la mañana, ya estaba en su oficina. Su equipo lo saludó como siempre, con sonrisas falsas y respeto. Él apenas respondió, fue directamente a su despacho, cerró la puerta y se quedó mirando por la ventana. La ciudad seguía su rutina. Coches, gente, ruido. Pero dentro de él todo era un caos.
Se sentó frente a su escritorio, agarró el móvil y comenzó a revisar redes de nuevo. Buscó su nombre, su rostro, cualquier rastro de Valeria. Nada en Facebook, nada en Instagram, nada en ninguna parte. Era como si la tierra se la hubiera tragado. Eso lo enfurecía más. ¿Cómo podía alguien desaparecer tan fácil? ¿Cómo era posible que él, con todos sus recursos, no tuviera ni idea?
Mateo llegó con un café y unos papeles. Julián apenas lo miró.
—¿Encontraste algo? —preguntó, brusco.
—Todavía no, jefe. Estamos rastreando por registros de nacimiento y escolarización, pero si cambió de dirección y apellido, llevará tiempo.
Julián asintió. No estaba de humor para conversaciones. Cuando Mateo salió, se quedó solo otra vez. Apoyó los codos en el escritorio, se agarró la cabeza con ambas manos y cerró los ojos.
Los recuerdos comenzaron a llegar como si alguien pusiera una película en su mente. Se vio a sí mismo 6 años atrás. Más joven, menos cansado, con esa ambición que casi le salía por los poros.
En aquel entonces, él y Valeria vivían juntos en un pequeño piso en Chamberí. No tenían lujos, pero lo tenían todo. Él trabajaba desde casa, haciendo presentaciones, buscando inversores, tratando de sacar adelante su primera empresa. Ella era maestra de infantil. Llegaba agotada, pero siempre con una sonrisa. Se reían de tonterías, pedían pizza por la noche. A veces no tenían gas y se duchaban con agua fría, pero estaban juntos. Y eso era suficiente.
Hasta que llegó la oportunidad. Un fondo extranjero quería invertir en su proyecto, pero debía mudarse a Barcelona durante un año. Ahí todo cambió. Él le propuso ir con él. Ella dijo que no podía dejar su trabajo, sus alumnos, todo lo que había construido. Discutieron. Cada vez más fuerte, más veces. Hasta que una mañana, sin decir nada, agarró su mochila, su portátil, unos papeles y se fue. Le dejó una estúpida nota queJulián miró a Valeria a los ojos y, por primera vez en años, sintió que solo había una verdad que importaba: “No importa cuántas veces me equivoque, siempre encontraré el camino de vuelta a vosotros”.