Una llamada llegó a la comisaría y se cortó tan bruscamente como había comenzado.
—¡Ayuda, mis padres, ellos están…! — alcanzó a decir una voz infantil antes de que un grito ronco interrumpiera.
—¿Con quién hablas? ¡Dame ese teléfono! — se escuchó a un hombre antes de que la comunicación cesara por completo.
El agente de guardia intercambió una mirada con su compañera. Según el protocolo, debían investigar cualquier llamada, aunque pareciera fortuita. Pero algo en el tono del niño —el miedo contenido, el temblor en su voz— los alertó más de lo habitual.
El coche patrulla se detuvo frente a una casa de dos pisos en un barrio tranquilo de Sevilla. Por fuera, todo parecía en orden: el césped recién cortado, macetas floridas, la puerta cerrada con llave. Sin embargo, dentro reinaba un silencio inquietante.
Los agentes llamaron. Nadie respondió al principio. Finalmente, la puerta se abrió y apareció un niño de unos siete años. Cabello oscuro, ropa impecable, y una mirada demasiado seria para su edad.
—¿Fuiste tú quien nos llamó? —preguntó el policía con calma.
El pequeño asintió, haciéndose a un lado para dejarlos pasar, y murmuró:
—Mis padres… están ahí. —Señaló hacia una puerta entreabierta al fondo del pasillo.
—¿Qué ha pasado? ¿Están bien tu madre y tu padre? —insistió el agente, pero el niño no respondió. Solo se quedó pegado a la pared, sin apartar los ojos de aquella habitación.
El policía avanzó primero mientras su compañera se quedó cerca del niño, protegiéndolo. Al empujar la puerta, lo que vio lo dejó helado: dentro, en el suelo, estaban un hombre y una mujer —los padres— con las manos atadas con bridas y la boca cubierta de cinta adhesiva. Sus ojos reflejaban terror puro.
Sobre ellos, un individuo encapuchado sostenía un cuchillo cuya hoja brilló al notar la presencia del agente. Se quedó paralizado, claramente sorprendido por la rapidez de la respuesta policial.
—¡Policía! ¡Suelta el arma! —ordenó el agente, desenfundando su pistola al instante. Su compañera ya empujaba al niño hacia la salida, alejándolo del peligro.
—¡Quieto! —repitió el oficial, avanzando un paso más.
El momento de tensión duró apenas unos segundos, pero pareció una eternidad. Finalmente, el atacante dejó caer el arma con un golpe sordo contra el suelo.
Tras esposarlo y sacarlo, los agentes liberaron a los padres. La madre abrazó a su hijo con tal fuerza que casi le faltó el aire. Uno de los policías miró al niño y le dijo:
—Has sido muy valiente. Sin tu llamada, esto habría terminado de otra manera.
Solo entonces comprendieron: el intruso había subestimado al niño, creyéndolo incapaz de actuar. Y esa había sido su gran error.