Estábamos mi novio y yo sentados en un banco del parque. Hacía una tarde soleada, la gente paseaba, los niños reían… Todo parecía normal y tranquilo, hasta que de repente apareció una perra callejera que se plantó frente a nosotros moviendo el rabo.
Era una mezcla de podenco, con esos ojos brillantes que parecían decir algo. “Seguro quiere jamón”, murmuró mi novio, Luis Martínez, mientras intentaba ahuyentarla con un gesto. Pero la perra, lejos de irse, se puso a ladrar como si estuviera protestando por el trato recibido.
“¡Ay, qué pesada!” dije yo, Alicia Gutiérrez, porque el ladrido era más molesto que un vecino con una taladradora en domingo. La perra, que respondía al nombre de Lola (lo supimos después), dio un salto y apoyó sus patas delanteras en mis rodillas. Casi me da un soponcio del susto.
Pero entonces pasó lo inesperado: de un mordisco rápido, ¡Lola agarró mi bolso de Zara y salió pitando! Dentro llevaba mi DNI, el móvil y 50 euros que acababa de sacar del cajero. “¡Corre, que nos roba!” grité, y salimos detrás de ella como si fuéramos en los Sanfermines.
La perseguimos por el Parque del Retiro, entre miradas de turistas asombrados y abuelos que nos animaban: “¡Echadle coraje!”. Lola corría como una bala, pero curiosamente, cada pocos metros giraba la cabeza para asegurarse de que la seguíamos. “Esta tía tiene algo tramado”, jadeó Luis mientras esquivaba una bicicleta.
Finalmente, la perra se metió en un callejón oscuro cerca de Lavapiés y se detuvo junto a un contenedor verde. Allí, con cuidado, dejó mi bolso en el suelo… pero lo que vimos después nos dejó de piedra.
En el suelo, temblando y con una patita torcida, había un cachorrito mestizo, tan pequeño que cabía en una mano. Lola se acercó a lamerlo con ternura mientras nos miraba con esos ojos que decían: “Por favor, ayudadlo”.
No lo dudamos ni un segundo. Luis cogió al cachorro con cuidado, envuelto en su chaqueta, y salimos volando hacia la clínica veterinaria más cercana. Lola no se separó de nosotros ni un metro, como una madre en pleno drama de telenovela.
Cuando el veterinario nos dijo que el pequeño Paco (así lo bautizamos) se salvaría, Lola se tumbó frente a la puerta del quirófano, agotada pero tranquila. Ahí entendimos todo: no era una ladrona, sino una madre desesperada que había usado la única estrategia que se le ocurrió para llamar nuestra atención.
Al final, adoptamos a los dos. Ahora Lola sigue ladrando cada vez que huele jamón… pero al menos ya no roba bolsos. Bueno, casi nunca.